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Capítulo 6
Estaba tan absorta escribiéndole que no he oído llamar a la puerta a Gilbert. Utiliza una contraseña: dos golpes rápidos y luego rasca la puerta con la punta del garfio. No creo que usted se hubiera fijado nunca en este curioso personaje, aunque recuerdo que le gustaba charlar con una pareja de traperos en el mercado, en la época en que nuestra hija era pequeña. Me levanto para abrirle, siempre con mucha prudencia, por miedo a que nos vean. Ahora son más de las doce del mediodía y los hombres pronto estarán de regreso con el ruido atronador de su tarea asesina. La puerta chirría, como lo hace siempre. A primera vista, Gilbert puede asustar: demacrado, negro de suciedad y hollín, le surcan el rostro dos líneas irregulares como la corteza de un árbol viejo. Tiene el pelo enmarañado y los pocos dientes, amarillentos. Entra, y su peste, una mezcla extraña y tranquilizadora de aguardiente, tabaco y sudor, lo acompaña, pero ya me he acostumbrado. El abrigo largo hecho jirones barre el suelo. Se mantiene muy tieso, aunque carga una pesada cesta de mimbre a la espalda. Sé que ahí guarda sus tesoros, fruslerías y tonterías que recoge meticulosamente de las calles al amanecer, con la linterna en una mano y el garfio en la otra: cordel, lazos viejos, monedas, metal, cobre, colillas de cigarros, cáscaras de frutas y verduras, alfileres, trozos de papel, flores secas y, por supuesto, agua y comida. Aprendo a no ser exigente. Compartimos una única comida, que comemos con los dedos. Desde luego, no es muy elegante. Cuando el invierno se recrudece, resulta más complicado conseguir carbón para calentar nuestro pobre banquete. Me despierta la curiosidad saber dónde obtiene la comida y cómo consigue traérmela, porque los alrededores deben de parecer un campo de batalla. Pero si se lo pregunto, no me responde. De vez en cuando, le doy alguna moneda que saco de una bolsita de terciopelo, que guardo con sumo cuidado y contiene todo lo que poseo. Las manos de Gilbert están sucias, pero son excepcionalmente delicadas, como las de un pianista, con unos dedos largos y finos. No tengo ni idea de su edad. Sabe Dios dónde dormirá y desde hace cuánto tiempo lleva esa existencia. Creo que vive cerca de la puerta de Montparnasse, donde paran los traperos, en medio de una desolación erizada de chabolas inestables. Todos los días, bajan al mercado de Saint‑Sulpice por los jardines de Luxemburgo. Primero me fijé en él por su estatura y su curiosa chistera, sin duda, algún caballero se había deshecho de ella, una cosa abollada y llena de agujeros, en equilibrio sobre lo alto de su cabeza como un murciélago herido. Me tendió una palma ancha para pedirme una perra, con un rictus desdentado. Le noté algo cordial y respetuoso, lo que me sorprendió, porque esos chicos pueden ser groseros y malhablados. Me atrajo su bondad. Le di unas monedas antes de seguir mi camino. Al día siguiente, ahí estaba, en mi calle, cerca de la fuente, debió de seguirme. Sujetaba un clavel rojo, que probablemente había quitado de algún ojal. – Para usted, señora ‑dijo, solemne. Cuando se acercó a mí, me fijé en su singular forma de andar, tiraba de la pierna derecha, rígida, lo que le daba el aspecto torpe de un extraño bailarín. – Con los humildes y devotos cumplidos de Gilbert, para servirla. Luego se quitó el sombrero, dejó al descubierto una mata de pelo rizado y se inclinó hasta el suelo como si yo fuera la mismísima emperatriz. Eso fue hace cinco o seis años. En esta última temporada, es con la única persona que hablo.
Date: 2015-12-13; view: 372; Нарушение авторских прав |