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Boomerang 1 page





Tatiana de Rosnay

Boomerang

 

 

Tatiana de Rosnay

Boomerang

 

A la memoria de Pierre‑Emmanuel (1989‑2006),

con todo el cariño

 

«Deja que mi nombre continúe siendo la palabra cotidiana

que siempre fue. Deja que se pronuncie sin esfuerzo,

y que no la cubra el menor atisbo de sombra».

Henry Scott Holland.

 

«Manderley ya no existe».

Daphne du Maurier, Rebeca

 

Entré en una salita de paredes pintadas con colores apagados y me senté a esperar, tal y como se me había indicado. Sobre un desgastado suelo de linóleo descansaban seis sillas de plástico situadas en dos filas de a tres, una frente a otra. Me habían dicho que me sentara allí, y eso hice. Me temblaban los muslos, tenía las manos humedecidas y la garganta reseca. La cabeza iba a estallarme de un momento a otro. Tal vez debiera llamar de inmediato a nuestro padre; sí, debería informarle antes de que fuera demasiado tarde, pero ¿qué iba a contarle cuando le telefonease?, y ¿cómo se lo decía?

Los tubos de neón del techo proyectaban una luz cegadora sobre las amarillentas paredes llenas de grietas. Me senté ahí, atontado, impotente, perdido, muñéndome de ganas de fumarme un pitillo. Me extrañó no tener aún arcadas ni estar a punto de vomitar el café frío y el bollo de leche que me había tomado hacía un par de horas.

En mi interior todavía sonaba el chirrido de los neumáticos y sentía el súbito bandazo del vehículo mientras giraba bruscamente hacia la derecha, escorándose hasta chocar contra el guardarraíles. Y el grito, todavía escuchaba el grito de Mel.

«¿Cuánta gente habrá esperado aquí? ‑me preguntaba‑. ¿Cuántas personas se habrán sentado en este mismo asiento a la espera de noticias sobre sus seres queridos?». No pude evitar imaginarme cuánto habían tenido que ver esas paredes, amarillas como si padecieran ictericia; qué no sabrían esos tabiques; cuántos sentimientos encontrados no recordarían. Lágrimas, gritos, voces de alivio. Esperanza, dolor o alegría.

Observé el rostro esférico del sucio reloj de pared situado encima de la puerta, donde la manilla desgranaba los minutos. Sólo cabía hacer una cosa: esperar.

Una enfermera de rostro caballuno y finos brazos blanquecinos entró en la sala de espera al cabo de una media hora.

– ¿Monsieur Rey?

– Sí ‑respondí, con el corazón en un puño.

– Debe rellenar todos los datos de estos documentos.

Me hizo entrega de un par de cuartillas y un bolígrafo.

– ¿Cómo está? ‑farfullé con voz débil y forzada.

La interpelada bizqueó con unos ojos casi sin pestañas antes de mirarme.

– La doctora vendrá a explicárselo.

La sanitaria se dio la vuelta y se marchó. La miré mientras caminaba de espaldas a mí. Tenía un culo plano y poco provocativo.

Me entró tembleque en los dedos al extender los papeles sobre las rodillas.

Nombre, fecha y lugar de nacimiento, estado civil, dirección, número de la Seguridad Social, póliza del seguro médico. La mano me temblaba mientras lo cumplimentaba: Mélanie Rey, nacida el 15 de agosto de 1967 en Boulogne‑Billancourt, soltera, calle de la Roquette, 75011 París.

No tenía ni idea de cuál era el número de la Seguridad Social de mi hermana ni mucho menos el de la póliza. Los dos debían de figurar en su documentación, y ésta se hallaba dentro del bolso. Por cierto, ¿dónde estaba el bolso? No tenía la menor idea del posible paradero del mismo. Sólo era capaz de recordar el cuerpo desmadejado de Mélanie mientras la sacaban a tirones del coche accidentado y cómo sus miembros pendían flácidos de la camilla. Y yo estaba ahí, sin despeinarme, sin un rasguño a pesar de haber ocupado el asiento del copiloto en el momento del impacto. Aún pensaba que era un mal sueño del que iba a despertarme de un momento a otro.

La enfermera regresó con un vaso de agua, lo acepté y me lo bebí de un trago. El líquido tenía un regusto rancio y metálico. Le di las gracias y le expliqué que ignoraba el número de la Seguridad Social de Mélanie. Ella asintió, recogió los documentos cumplimentados y se marchó.

Los minutos avanzaron muy despacio. La habitación permanecía en silencio. Era un hospital pequeño de un pueblo igualmente pequeño situado a las afueras de Nantes, o al menos tal era mi suposición, pues no estaba muy seguro de mi paradero. No había aire acondicionado y me di cuenta de que mi cuerpo empezaba a oler. Podía percibir la transpiración acumulada en las axilas y en la ingle. Era el sudoroso hedor del pánico y la desesperación. La cabeza me seguía latiendo. Intenté respirar más despacio y me las arreglé para lograrlo durante un par de minutos, hasta que se apoderó de mí una espantosa sensación de desamparo y me sentí completamente desbordado.

París estaba a poco más de tres horas. Volví a considerar la posibilidad de avisar a mi padre. Me obligué a recordar la necesidad de esperar. Ni siquiera disponía del diagnóstico médico. Miré el reloj. Eran las diez y media. ¿Dónde estaría ahora mi progenitor? ¿Habría salido a cenar o estaría viendo la tele por cable en su estudio mientras en la habitación contigua Régine se arreglaba el esmalte de las uñas al tiempo que hablaba por teléfono?

Decidí aguardar un poco más. Tuve la tentación de darle un toque a mi ex. Astrid era el primer nombre que me venía a la mente en los momentos de tensión o desesperación, pero imaginarla junto a Serge, en nuestra vieja casa de Malakoff y en nuestra antigua cama, era superior a mis fuerzas. Además, por el amor de Dios, siempre contestaba él, aunque la llamase al móvil, y decía:

– Hombre, Antoine, ¿cómo estás?

Por tanto, no telefoneé a Astrid por mucho que lo desease.

Me quedé en la minúscula sala con el aire viciado e intenté recobrar la calma otra vez. Hice lo posible por sofocar el pavor creciente de mi interior. Pensé en mis hijos. Arno estaba en pleno apogeo de su rebelión de adolescente. Margaux era una incógnita a sus catorce primaveras y Lucas, de once años, era todavía un niño en comparación con los otros dos, que tenían las hormonas a todo gas. No lograba imaginarme diciéndoles:

– Vuestra tía ha fallecido. Mélanie está muerta. Mi hermana ha muerto.

Esas palabras no tenían sentido alguno y las desterré de mi lado.

Lentamente transcurrió otra hora. Permanecí allí sentado con la cabeza oculta entre las manos, mientras intentaba evitar el creciente caos de mi mente. Empecé a pensar en los plazos de entrega que debía cumplir, pues al día siguiente era lunes y había muchos asuntos pendientes después del puente: el espantoso negocio de las guarderías de Rabagny que jamás debí haber aceptado, y Florence, la empleada inepta a la que iba a tener que despedir. De pronto me avergoncé de mí mismo. ¿Cómo era capaz de pensar en eso? ¿Cómo podía dar vueltas a los problemas del trabajo en ese preciso momento, cuando Mélanie se debatía entre la vida y la muerte?

Al final se acercó una mujer de mi edad. La cirujana vestía una bata verde de quirófano y lucía uno de esos divertidos gorritos de papel. Tenía unos perspicaces ojos de color avellana y llevaba corto el pelo de color castaño con algún que otro cabello rubio. El corazón se me aceleró y me levanté de un brinco cuando ella me sonrió.

– Se ha salvado por los pelos ‑me aseguró.

Distinguí unas manchas parduscas en la pechera de la bata y me pregunté para mis adentros con miedo si no serían salpicaduras de la sangre de Mélanie.

– Su hermana va a recuperarse.

Para mi horror, el rostro se me crispó, la piel se me arrugó como un papel y prorrumpí en sollozos. La nariz me zumbó cuando me la soné. Me daba mucha vergüenza ponerme a llorar delante de esa mujer, pero no podía evitarlo.

– Se encuentra bien ‑insistió la doctora mientras me aferraba el brazo con aquellas manos pequeñas y angulosas y me empujaba hasta hacerme tomar asiento. Luego se sentó junto a mí. Gimoteé como hacía de niño, soltando fuertes sollozos que me salían de lo más hondo.

– Ella iba al volante, ¿a que sí?

Asentí con la cabeza e intenté secarme la nariz con el dorso de la mano.

– No estaba ebria, lo sabemos. Le hemos hecho la prueba de alcoholemia. ¿Puede explicarme lo ocurrido?

Me las apañé para repetir la declaración prestada a la policía y al equipo médico de la ambulancia. Mi hermana se había empeñado en conducir el resto del trayecto hasta volver a casa. Era una conductora de lo más fiable. Jamás la había visto nerviosa con el volante entre las manos.

– ¿Perdió el conocimiento? ‑preguntó la doctora. La plaquita de su bata rezaba: «Dra. Bénédicte Besson».

– No, estaba lúcida.

Entonces caí en la cuenta de algo que no había contado en la ambulancia porque acababa de recordarlo en ese preciso instante.

Fijé la mirada en el rostro moreno de la cirujana. El llanto todavía me crispaba el rostro. Recobré el aliento.

– Mi hermana estaba a punto de decirme algo… Se volvió hacia mí para hablar y en ese momento sucedió todo. El coche se salió de la calzada. Todo pasó muy deprisa.

– ¿Qué le estaba contando…? ‑inquirió mi interlocutora.

Recordé los ojos de Mélanie y la forma en que aferraba con fuerza el volante mientras me decía: «Hay algo que debo comentarte, Antoine. La última noche en el hotel me acordé de algo sobre…». Me dirigió una mirada llena de turbación, y entonces el vehículo se salió de la carretera.

 

Ella se quedó dormida en cuanto fueron capaces de abrirse paso entre el aletargado tráfico del atasco de las inmediaciones de París. Antoine sonrió cuando ella reclinó la cabeza sobre la ventana del coche. Su acompañante tenía la boca abierta y a él le pareció oír un leve ronquido. Por la mañana, cuando él había acudido a recogerla a primera hora, echaba chispas. Mel odiaba las sorpresas, siempre las había aborrecido, y él lo sabía, ¿a que sí? Entonces, rabió ella, ¿por qué diablos había organizado un viaje sorpresa? ¡Por favor! ¿Acaso no era bastante malo cumplir los cuarenta? ¿Acaso no era bastante tener que superar su angustioso derrumbamiento? No se había casado ni tenía hijos y la gente le sacaba a colación lo del reloj biológico cada cinco minutos.

– Como alguien vuelva a mencionarlo, le atizo ‑había siseado con los dientes apretados.

Mas la idea de encarar sola ese largo fin de semana le resultaba insoportable, y él lo sabía, sabía que a ella le angustiaba la perspectiva de quedarse en el apartamento vacío y caluroso de la bulliciosa calle de la Roquette mientras todos los amigos iban dejándole mensajes de alegría en el buzón de voz. «¡Eh, Mel, ya tienes cuarenta!». Cuarenta. La miró por el rabillo del ojo. Mélanie, su hermana pequeña, estaba a punto de alcanzar la cuarentena. Apenas podía creérselo. Y eso significaba que él tenía cuarenta y tres. Y aceptar su propia edad también le costaba lo suyo.

Aun así, si contemplaba su rostro alargado y enjuto en el espejo retrovisor veía arrugas en torno a los ojos, las propias de un hombre al comienzo de la mediana edad, y también muchas hebras blancas en el pelo.

Se percató entonces de que su hermana se teñía la melena castaña. «¿Por qué?», se preguntó. Había algo conmovedor en ese detalle, a pesar de que muchas mujeres lo hacían. Tal vez se debía a que era su hermana pequeña y no era capaz de imaginarla envejeciendo. Seguía teniendo un rostro precioso, tal vez incluso más que durante la veintena o la treintena, debido a la elegancia de su estructura facial. Nunca se cansaba de mirar a Mélanie. Todo en ella era pequeño, delicado, femenino. Todo: los ojos de color verde oscuro, la hermosa curva de la naricilla, la sorprendente sonrisa que dejaba entrever sus dientes blancos, las muñecas y los tobillos tan finos que tanto le recordaban a los de su madre. A Mel no le gustaba que le recordaran parecido alguno con Clarisse. Nunca le había hecho gracia, pero para Antoine era como si su madre le estuviera mirando a través de los ojos de Mélanie.

El Peugeot cobró velocidad y él calculó que llegarían en algo menos de cuatro horas, pues había salido lo bastante pronto como para eludir el tráfico. Mel le había preguntado adónde iban, pero su hermano no había dicho ni media palabra y se había limitado a sonreír.

– Mete en la maleta ropa para un par de días. Vamos a celebrar tu cumpleaños con estilo.

Había tenido un pequeño rifirrafe con Astrid, su ex, aunque tampoco había sido demasiado problemático. Él debía hacerse cargo de sus hijos durante ese puente. Se suponía que los niños iban a quedarse en casa de los padres de Astrid, en la Dordoña, hasta su llegada, pero él se había mostrado firme por teléfono: era el cumpleaños de Mel, le caían cuarenta años y Antoine deseaba ofrecerle algo especial. La pobre estaba pasando una mala racha y no había cortado del todo con Olivier.

– ¡Maldita sea, Antoine! ‑gritó Astrid‑. He tenido a los niños durante las dos últimas semanas. Serge y yo necesitamos algún tiempo para nosotros, en serio.

Serge. Se le encogían las tripas con sólo oír su nombre. Era un fotógrafo musculoso de treinta y pocos. Respondía al modelo de musculitos duro y amante de la vida al aire libre. Se había especializado en gastronomía. Fotografiaba naturalezas muertas para lujosos libros de cocina. Se pasaba horas y horas ajustando cada detalle a fin de que la pasta brillara, los filetes de ternera parecieran sabrosos y la fruta tuviera un aspecto exquisito. Serge…

A Antoine le temblaban las manos cada vez que iba a recoger a sus hijos, pues se veía otra vez enfrentado a la espantosa colección de fotografías de la cámara digital de Astrid y a lo que había descubierto en la memoria de la misma cuando ella había salido de compras aquel fatídico sábado. Al principio se había quedado a cuadros al ver unas nalgas peludas moviéndose adelante y atrás, pero luego cayó en la cuenta de que el movimiento de las mismas empujaba un pene hacia un cuerpo muy similar al de Astrid. Así fue como se enteró de la infidelidad. Ese mismo sábado por la tarde, cuando Astrid volvió de la compra cargada de bolsas, él le pidió explicaciones y su mujer rompió a llorar. Admitió que amaba a Serge y que la aventura duraba desde ese viaje de Club Med a Turquía con los niños. Estaba muy aliviada de que lo hubiera descubierto.

Tuvo la tentación de encender un cigarrillo para espantar unos recuerdos tan desagradables, pero sabía que el humo despertaría a Mel y se pondría de lo más cascarrabias con sus comentarios sobre ese «hábito indecente», de modo que en vez de echarse un pitillo fijó su atención en la carretera situada ante él.

Antoine creía que Astrid sentía remordimientos por lo de Serge y el modo en que él se había enterado de todo, lo mismo que por el divorcio y todas las secuelas posteriores. Además, profesaba un verdadero afecto por Mélanie: eran amigas y se conocían desde hacía mucho tiempo, incluso más que Antoine, y las dos trabajaban en el mismo sector, el editorial. Por todo eso, no tuvo corazón para negarse y, al final, suspiró y accedió:

– De acuerdo, vale. Puedes llevarte a los niños en otro momento. Regálale a Mel un cumpleaños de muerte.

Cuando Antoine detuvo el Peugeot en una gasolinera para llenar el depósito, Mélanie al fin se despertó entre bostezos e hizo girar la manivela para bajar la ventanilla.

– Eh, Tonio, ¿dónde demonios estamos? ‑preguntó arrastrando las palabras.

– ¿No tienes ni idea? ¿De verdad?

– No ‑respondió encogiéndose de hombros.

– Te has pasado durmiendo las dos últimas horas.

– Bueno, me has despertado de madrugada, bastardo.

Después de un café rápido (para ella) y un pitillo también rápido (para él), regresaron al coche. Antoine se percató de que su hermana ya no estaba de malas pulgas.

– Es todo un detalle que hagas esto ‑observó Mel.

– Gracias.

– Eres un hermano genial.

– Lo sé.

– No tenías por qué hacerlo. ¿No tendrías otros planes?

– No tenía otros planes.

– ¿Nada parecido a una novia?

Él suspiró.

– No, ninguna novia.

El recuerdo de las últimas aventuras amorosas le llevó a desear pisar el freno, salir del coche y romper a llorar. Después del divorcio, había habido en la vida de Antoine un rosario de mujeres tan largo como el de decepciones. Mujeres conocidas vía Internet en lugares infames. Mujeres de su edad, mujeres casadas, mujeres divorciadas, mujeres más jóvenes. Al principio se lanzó con entusiasmo a lo de tener citas, consagrado a la búsqueda de la experiencia excitante, pero después de tener que pasar por un par de proezas amatorias casi acrobáticas para luego volver agotado y con el corazón encogido a su nuevo apartamento vacío y su nueva cama vacía, se descubrió mirando de frente a la verdad. La había esquivado durante bastante tiempo, pero todavía estaba allí. Aún amaba a Astrid. Se había visto obligado a admitirlo: seguía queriendo a su ex mujer. La amaba con tanta desesperación que le daban náuseas.

Cuando prestó atención, su acompañante estaba diciendo:

– Probablemente tenías planes mejores y más excitantes que pasar el puente con la solterona de tu hermana.

– No seas boba, Mel. Deseo ir contigo, me apetece hacerlo por ti.

Ella echó una ojeada a un poste indicador de la carretera.

– ¡Vaya, nos dirigimos hacia el oeste!

– Una chica lista.

– ¿Y qué hay al oeste? ‑inquirió ella, ignorando el tono de fingida ironía presente en la respuesta de su hermano.

– Piensa ‑repuso él.

– Eh… ¿Normandía? ¿Bretaña? ¿ La Vendée?

– Caliente, caliente.

Ella no contestó nada y mientras seguían avanzando se contentó con escuchar el viejo CD de los Beatles que Antoine había puesto en el reproductor del automóvil. Al cabo de un rato, Mélanie profirió un chillido.

– ¡Ya lo sé, me llevas a Noirmoutier!

– Bingo ‑repuso él.

A Mel se le había despejado la mente. Apoyó las manos sobre el vientre y bajó la mirada mientras fruncía los labios.

– ¿Qué ocurre? ‑preguntó él, preocupado. Había esperado risas, gritos, sonrisas, cualquier reacción antes que esa cara de palo.

– Nunca he regresado allí.

– ¿Y? ‑quiso saber Antoine‑. Tampoco yo.

– Han pasado… ‑Mélanie hizo una pausa para contar con sus finos dedos‑. Han pasado treinta y cuatro años, ¿no? ¡No voy a acordarme de nada! Tenía seis años.

Antoine aminoró la velocidad del coche.

– ¿Qué más da? Ya sabes, sólo vamos a celebrar tu cumple. Allí fue donde celebramos tu sexto aniversario, ¿te acuerdas?

– No, no recuerdo absolutamente nada de Noirmoutier ‑contestó ella con voz pausada. Debió de darse cuenta de que se estaba comportando como una niña consentida, pues enseguida apoyó una mano sobre el hombro de su hermano‑. Pero, bueno, no importa, Tonio. Soy feliz, lo soy de verdad, y el tiempo es magnífico. Es estupendo estar a solas contigo y alejarme de todo…

Antoine supo que con la palabra «todo» ella se refería a Olivier, a él y al resto de la relación rota, y a su trabajo terriblemente competitivo como editora en una de las empresas más famosas de toda Francia.

– He reservado habitaciones en el hotel Saint‑Pierre. Lo recuerdas, ¿verdad?

– Sí‑exclamó ella‑, ¡claro que sí! Aquel viejo y coqueto hotel en medio del bosque con el abuelo y la abuela… Señor, ¡cuánto tiempo hace…!

Los Beatles continuaban sonando y ella tarareó al ritmo de la tonada. Antoine se sintió aliviado y en paz. La sorpresa era del gusto de su hermana. Estaba feliz de volver. Sólo le inquietaba una cosa, un detalle que se le había pasado por alto cuando había planeado el viaje: el veraneo de 1973 en la isla de Noirmoutier habían sido sus últimas vacaciones con Clarisse.

 

Por qué había elegido Noirmoutier?, se preguntó mientras el Peugeot avanzaba a toda velocidad y Mel tarareaba Let it be. Antes nunca se había considerado un nostálgico ni había vuelto la vista atrás, pero había cambiado después de su divorcio. Se había descubierto pensando de forma incesante en el pasado y en el presente, o en el futuro. El peso del año anterior, el primero de soledad, un año deprimente y solitario, había generado los primeros síntomas de arrepentimiento y él había empezado a añorar la época de la niñez, y se había estrujado los sesos en busca de recuerdos felices. Así fue como le habían venido a la mente los veraneos en la isla, al principio de forma vacilante y luego con mayor fuerza y precisión; después la memoria, a trancas y barrancas, como las cartas guardadas de cualquier modo en una caja, había ido encajando los recuerdos…

Sus abuelos ‑Blanche con la sombrilla y Robert con aquella pitillera plateada de la que no se separaba jamás‑ sentados a la sombra, en la galería del hotel, los dos ancianos de pelo blanco tomando café con pose regia; él mismo saludándolos con la mano, y su rolliza tía Solange, la hermana de su padre, tumbada en la hamaca para broncearse al sol leyendo revistas de moda, y la pequeña Mélanie, flaca como un palillo, con una visera flexible y el sol realzándole los mofletes, y Clarisse elevando hacia el cielo su semblante en forma de corazón, y su padre, que aparecía por allí todos los fines de semana envuelto en un olor a tabaco y a ciudad, y la calzada de adoquines cubierta por el agua durante la marea alta. De crío le fascinaba el paso del Gois; de hecho, aún le encantaba. Sólo era practicable durante la bajamar y era el único acceso a la isla antes de la construcción del puente, en 1971.

Deseaba hacer algo especial para el cumpleaños de su hermana. Llevaba dándole vueltas desde abril. No tenía en mente hacer otra fiesta sorpresa con amigos risueños ocultos en el baño con botellas de champán. No, pretendía algo muy diferente, algo que ella recordara. Debía sacarla de la rutina en la que se había metido: un trabajo que le devoraba la vida, la obsesión por la edad y, por encima de todo, mantener vivo en su mente a Olivier.

Olivier no le había gustado nunca. Menudo esnob pomposo y engreído. Era un hacha en la cocina. El tío preparaba su propio sushi, era un experto en artes orientales, escuchaba óperas de Lully y hablaba cuatro idiomas con fluidez. Hasta sabía bailar un vals. Pero no quería una relación estable, a pesar de llevar seis años con Mélanie. Olivier no estaba preparado para sentar la cabeza a pesar de haber cumplido los cuarenta y uno, pero al final había abandonado a Mel para dejar embarazada a una manicura de veinticinco años. Ahora era un orgulloso padre de dos gemelos. Mélanie nunca se lo había perdonado.

¿Por qué se había decantado por Noirmoutier? Habían pasado allí veranos inolvidables y la isla era el símbolo de la perfección de la juventud, de aquellos días despreocupados, cuando las vacaciones estivales parecían no tener fin, cuando creía que siempre iba a tener diez años, cuando no había nada mejor que un día despejado en la playa con los amigos y faltaba un siglo para volver a la escuela. Se preguntó por qué no habría llevado nunca a Astrid y a los niños. Se lo había contado todo, por supuesto, pero entonces cayó en la cuenta de que Noirmoutier formaba parte de su pasado, el suyo y el de Mélanie, un pasado puro e inmaculado.

Y él tenía ganas de pasar un tiempo con su hermana, sólo con ella, y de ir a su bola. No se veían mucho en París, pues ella siempre estaba de trabajo hasta la bandera, siempre almorzaba o cenaba con algún autor o estaba embarcada en la promoción de un libro, y él se hallaba fuera de la ciudad muy a menudo, ya fuera a pie de obra de una construcción o lidiando con el cambio de fecha de conclusión de un trabajo. Algún domingo, cuando estaban los niños, Mel se dejaba caer por allí por la mañana para hacer un desayuno fuerte y preparaba unos huevos revueltos de lo más sabroso. Sí, se había percatado de su necesidad de pasar un tiempo a solas con ella en ese momento tan duro y delicado de su vida. Los amigos eran importantes para Antoine, necesitaba la alegría y el entretenimiento que le aportaban, pero en ese momento le hacía falta la presencia y el apoyo de Mélanie, pues lo cierto era que ella constituía su único vínculo con el pasado.

Noirmoutier estaba bastante lejos de París, lo había olvidado, pero sí recordaba los dos coches: Robert, Blanche y Solange iban en aquel lentísimo Citroën DS de color negro. Su padre se ponía al volante del Triumph, un coche «nervioso», y empezaba a darle caladas a un puro que provocaba náuseas a Antoine, sentado en el asiento trasero. El viaje duraba entre seis y siete horas, incluido un almuerzo sin prisa en un pequeño hostal de Nantes. El abuelo era especialmente tiquismiquis en lo tocante a la comida, el vino y los camareros.

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