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Boomerang 5 page





Confiaba en hacer reír a su hermana con un par de ejemplos graciosos sobre las rabietas de Rabagny, pero se dio cuenta de que ella no le escuchaba: miraba algo más allá de su espalda.

Una pareja acababa de entrar en la terraza y en ese momento la guiaban hasta una mesa no muy lejos de la suya. Eran un hombre y una mujer de cincuenta y tantos, los dos altos y muy elegantes. Ambos estaban morenos y tenían el pelo plateado, aunque el de ella era más bien tirando a blanco mientras que el de él era oscuro salpicado de canas. Eran tan apuestos que su aparición provocó un silencio en la terraza y todos los comensales se volvieron para observar a la pareja. Ajenos a la atención suscitada, tomaron asiento y pidieron champán. Una camarera se lo sirvió enseguida. Antoine y Mélanie los miraron mientras se sonreían el uno al otro, hacían un brindis y se cogían de la mano.

– ¡Toma ya! ‑exclamó Mel en voz baja.

– Belleza y armonía.

– Amor de verdad.

– Así que existe.

Mélanie se inclinó hacia delante.

– Quizá sean unos impostores, un par de actores representando una comedia.

– ¿Para ponernos los dientes largos a los demás?

El rostro de Mélanie se iluminó.

– No, para infundirnos esperanza y hacernos creer que es posible.

En ese momento, sintió una corriente de compasión hacia su hermana, allí sentada con su vestido negro, con una copa de champán y la adorable línea de los brazos y los hombros perfilada contra la higuera de detrás. «Tiene que haber un hombre bueno e inteligente capaz de enamorarse de una mujer como Mélanie ‑meditó Antoine‑. No tiene por qué ser perfecto como el de la mesa de al lado ni ser la mitad de bien parecido, pero sí fuerte, sincero y capaz de hacerla feliz». Se preguntó dónde podría estar ese hombre en ese momento. Tal vez a miles de kilómetros o puede que a la vuelta de la esquina. No soportaba la idea de que Mélanie envejeciera sola.

– ¿En qué piensas? ‑le preguntó ella.

– Quiero que seas feliz ‑contestó su hermano.

Ella frunció los labios.

– Yo te deseo lo mismo.

Permanecieron en silencio durante un rato comiendo concentrados en sus platos y procurando mirar lo menos posible a la pareja perfecta.

– Debes superar lo de Astrid.

Él suspiró.

– No sé cómo hacerlo, Mel.

– Quiero que lo consigas; lo deseo mucho.

– También yo.

– A veces la odio por lo que te hizo ‑murmuró Mel.

Antoine se estremeció.

– No, no la odies.

Mélanie le cogió el mechero y jugueteó con él antes de hablar de nuevo:

– No puedo. Nadie puede odiarla. No es posible odiar a Astrid.

¡Cuánta razón tenía! Era imposible odiarla. Astrid era como el sol. Su sonrisa, sus carcajadas, sus andares desenfadados, esa voz cantarina tan llena de luz y actividad. Ella abrazaba, besaba, cantaba con voz suave, te cogía de la mano y la estrechaba con fuerza, siempre estaba dispuesta para los amigos y para su familia. Podías llamarla en cualquier momento, pues ella iba a escucharte, asentir, aconsejarte e intentar ayudarte. Ella jamás perdía los nervios, y si lo hacía, era por tu propio bien.

Entonces trajeron el pastel con las velas brillando en la oscuridad. Todos prorrumpieron en aplausos y el hombre y la mujer de la apuesta pareja alzaron sus copas de champán hacia Mélanie, al igual que el resto de los comensales. Antoine sonrió y también aplaudió.

Pero la antigua pena seguía ahí, oculta tras su sonrisa. Quemaba tanto y con tanta precisión que casi comenzó a jadear. Debía dejar irse a Astrid. Él ni siquiera se había dado cuenta de cómo se iba alejando poco a poco. No lo había visto venir y ya no hubo remedio cuando todo salió a la luz.

Mientras estaban tomando un café y un té de hierbas, el chef salió a saludar a los invitados mesa por mesa para asegurarse de que habían disfrutado de la cena. Cuando se volvió hacia ellos y vio a Mélanie con el vestido negro, profirió un grito que los sobresaltó.

– ¡Madame Rey!

El rostro de Mélanie se puso colorado de inmediato, y el de Antoine también. Aquel sesentón creía que era Clarisse, eso era evidente.

Tomó la mano de Mélanie y la besó, extasiado.

– Ha llovido mucho desde la última vez, madame Rey. Más de treinta años, diría yo, pero nunca la he olvidado, nunca. Solía venir a cenar aquí con sus amigos del hotel Saint‑Pierre. Parece que fue ayer… En aquellos días, yo acababa de abrir el negocio…

Se produjo un silencio tenso. Los ojos del chef iban de Mélanie a Antoine. Entonces empezó a comprender poco a poco y le soltó la mano con amabilidad.

Mel permaneció en silencio mientras una sonrisa levemente avergonzada le curvaba los labios.

– ¡ Mon Dieu, soy un viejo bobo! Usted no puede ser madame Rey, es mucho más joven…

Antoine carraspeó para aclararse la garganta.

– Aun así, mademoiselle, usted se parece mucho a ella. Sólo puede ser…

– Su hija ‑contestó finalmente Mélanie con calma mientras se echaba hacia atrás un mechón del pelo que se le había escapado del moño.

– Su hija, por supuesto, y usted debe de ser…

– Su hijo ‑respondió Antoine con dificultad, pues estaba deseando que se marchara ese hombre. Probablemente no estaría al corriente de la muerte de su madre y él quería evitar a toda costa tener que dar explicaciones. Esperaba que tampoco Mel comentara nada, y así fue: su hermana no despegó los labios y el chef reanudó la ronda entre sus clientes.

Antoine se centró en la cuenta, dejó una suculenta propina y luego él y su hermana se levantaron con intención de marcharse. El chef insistió en estrecharles la mano.

– Presenten mis respetos a madame Rey, por favor. Díganle cuánto me ha complacido conocer a sus hijos y que me dará la mayor de las alegrías si viene a verme alguna vez.

Ambos asintieron con la cabeza, murmuraron un agradecimiento apresurado y pusieron pies en polvorosa.

– ¿Tanto me parezco a ella? ‑preguntó Mélanie con un hilo de voz.

– Bueno, sí, lo cierto es que sí.

 

Acabas de salir de tu habitación y aprovecho la ocasión para deslizar esta nota por debajo de la puerta en vez de dejarla en nuestro escondrijo de costumbre. Rezo para que la recojas antes de coger tu tren de regreso a París. He dormido con tus rosas y era como hacerlo contigo. Son suaves y preciosas, al igual que tu piel, como los recovecos secretos de tu cuerpo, adonde adoro ir, esos lugares que ahora son míos porque deseo grabarme sobre ellos a fin de que nunca puedas olvidarme, de que jamás olvides nuestro tiempo aquí, de que recuerdes siempre cómo nos conocimos aquí el año pasado: esa primera mirada, esa primera sonrisa, las primeras palabras, el primer beso. Tengo la convicción de que sonríes mientras lees esto, pero no me preocupa, ya no me preocupa nada en absoluto porque sé lo fuerte que es nuestro amor. A veces piensas que soy demasiado joven y que reboso ingenuidad. Pronto encontraremos una forma de enfrentarnos al mundo. Muy pronto.

Destruye esto.

 

Los dos hermanos se sentaron hombro con hombro a contemplar cómo se deslizaban las aguas del mar hasta cubrir el Gois. Mélanie mantuvo el semblante tristón y habló muy poco mientras el viento le agitaba los cabellos oscuros. No había dormido bien, se justificó cuando bajó a desayunar, y lo cierto era que esa mañana sus ojos eran dos minúsculas rendijas que le daban un aspecto casi oriental.

Antoine no se había preocupado en un primer momento, pero su hermana se encerró en un silencio cada vez mayor conforme fue transcurriendo la mañana, así que le preguntó con tacto si algo iba mal. Mel soslayó la pregunta con un simple encogimiento de hombros. Antoine se percató de que había apagado el teléfono, algo que hacía en muy pocas ocasiones; más bien al contrario, por lo general no quitaba los ojos de la pantalla por si recibía algún mensaje o la avisaba de alguna llamada perdida. Se preguntó si esa actitud no guardaría alguna relación con Olivier. Quizá la había telefoneado por su cumpleaños o le había dejado algún mensaje y eso había reabierto la antigua herida. «Bastardo asqueroso», le maldijo. O justo lo contrario, tal vez su antiguo amante había olvidado felicitarla.

Las aguas devoraron con avidez el pavimento del paso. Él contempló la escena con la misma fascinación que había sentido de joven. Fin del camino. Se acabó. Ya no había más paso. Sintió que le atravesaba una punzada de dolor, como si un momento especial se hubiera perdido para siempre y no pudiera volver a suceder jamás. Quizá prefería observar cómo emergía firme y gris el paso del Gois, presenciar cómo una larga línea dividía en dos las aguas, en vez de verlo desaparecer bajo las olas. Esto último equivalía a ser testigo de un ahogamiento. Deseó haber elegido otro momento para descender hasta allí. El lugar tenía un aspecto un tanto siniestro ese día y el extraño estado de ánimo de Mélanie no contribuía en nada a aliviarlo.

Ésa era la última mañana que iban a pasar en la isla. ¿Por eso permanecía en silencio, ajena a cuanto acaecía a su alrededor, a las gaviotas que sobrevolaban en círculos por encima de sus cabezas, al ulular del viento en los oídos y a la marcha de los espectadores tras la desaparición del Gois?

Mel flexionó las piernas, apoyó el mentón sobre las rodillas y, tras rodearse los muslos con los brazos, apretó con fuerza. Sus ojos verdes parecían aturdidos. Antoine se preguntó si no sufriría una migraña como las de su madre, una de esas jaquecas fuertes y terribles que la dejaban literalmente inmovilizada. Luego pensó en el largo viaje que les esperaba hasta París y en los inevitables atascos de la entrada, en su apartamento vacío, en el apartamento vacío de Mélanie. Tal vez ella estaba pensando en lo mismo: en el regreso a un lugar silencioso y solitario donde nadie te esperaba, donde nadie te recibía al entrar agotado tras horas de conducción detrás del volante, donde nadie te abrazaba. Ella tenía al viejo verde, por supuesto, pero lo más probable era que hubiera pasado con su esposa ese largo fin de semana, porque casi toda Francia estaba de puente. Tal vez estuviera pensando en el día siguiente, en el lunes, en la vuelta a la oficina en Saint‑Germain‑des‑Prés, donde tendría que lidiar con esos autores neuróticos y egotistas de los que le había hablado y con un jefe impaciente y exigente. Y él con una ayudante deprimida.

Astrid tenía que tratar con el mismo tipo de personas en otra editorial de la competencia. Antoine jamás se había sentido parte del mundo de las letras. Nunca había disfrutado con el relumbre de las fiestas literarias, donde corría el champán y los escritores se entremezclaban con periodistas, editores ejecutivos, publicistas. Solía observar a Astrid revolotear entre el gentío con su precioso vestido de cóctel y sus zapatos de tacón; iba de un grupo a otro con una sonrisa en los labios y un agradable gesto de asentimiento para todos. Entretanto, él permanecía cerca de la barra, encendiendo un cigarro con otro y sintiéndose fuera de lugar, desplazado. Dejó de asistir a esas galas al cabo de un tiempo. Ahora se daba cuenta de que tal vez había sido una mala idea. Quizá esa distancia con respecto a la vida profesional de su esposa había sido el primer error. ¡Qué ciego había estado! ¡Qué estúpido había sido!

Al día siguiente, lunes, acudiría a su pequeña oficina en la avenida Du Maine. La compartía con una silenciosa dermatóloga de rostro pálido cuyo único placer en esta vida parecía consistir en quemarles las verrugas de los pies a los pacientes.

Y en la oficina estaba Florence, su ayudante, una mujer mofletuda de ojos redondos y brillantes como canicas, pantorrillas lamentables y dedos gruesos como morcillas; además padecía seborrea y en la frente le relucía la grasa exudada bajo su cabello castaño. No hacía una a derechas, aunque estaba convencida de que no era así, de que la culpa era de él por no explicarle las cosas como era debido. Además tenía un carácter extremadamente susceptible, como una sufragista de vieja escuela, y solía montarle escenitas de aúpa que indefectiblemente terminaban con ella llorando sobre el teclado del ordenador.

El día siguiente y las imágenes de un futuro deprimente iluminaron su mente como las luces de un atasco de tráfico en una autovía interminable, una réplica del año anterior, un rosario de soledad, pena y aborrecimiento hacia sí mismo.

Meditó sobre si había sido una buena idea regresar a Noirmoutier mientras observaba con disimulo el rostro demacrado de su hermana. Habían tenido que enfrentarse a los recuerdos de mucho tiempo atrás, rememorar los ojos, la voz y la risa de su madre, incluso la forma en que correteaba por la arena de esa misma playa. Tal vez hubiera sido más conveniente haber ido a Deauville, Saint‑Tropez, Barcelona o Ámsterdam. A cualquier lugar donde ninguno de esos recuerdos pudiera perturbarlos.

Le pasó el brazo por los hombros y la zarandeó con cierta torpeza. Era una forma de decir: «Eh, alegra esa cara, no lo estropees todo». Pero ella no le devolvió la sonrisa; en lugar de eso volvió hacia él la cabeza y le miró de forma inquisitiva, como si intentara descifrar algo en el fondo de sus ojos. Separó los labios como si fuera a hablar, pero luego los cerró otra vez, sacudió la cabeza con una mueca y suspiró.

– ¿Qué pasa, Mel?

Su hermana esbozó una sonrisa que no le gustó ni un pelo. Era un gesto forzado y poco agradable, un simple fruncimiento de labios que la hacía parecer mayor y más triste.

– Nada ‑murmuró una voz apagada por el viento‑. Nada de nada.

Mélanie continuó en silencio a lo largo de toda la mañana. Pareció entonarse un poco algo más tarde, cuando llevaron los equipajes al coche y se pusieron en camino con él al volante. Porque realizó unas cuantas llamadas telefónicas e incluso tarareó al ritmo de una antigua canción de los Bee Gees. Antoine sintió una oleada de alivio. Entonces estaba bien, o iba a estar bien. Sólo había sido una jaqueca, un momento delicado ya superado.

 

Hicieron un alto en el camino para tomar un tentempié y un café poco después de pasar Nantes. Mel aseguró que se sentía lo bastante bien como para ponerse al volante. Era una buena conductora, siempre lo había sido, así que su hermano le cambió el sitio y contempló cómo deslizaba hacia delante el asiento del piloto, se abrochaba el cinturón y bajaba un poco el espejo retrovisor, a fin de ajustado a su nivel. Tenía piernas finas y brazos delgados. Era pequeña y delicada, y también frágil. Él siempre se había mostrado protector hacia ella, incluso antes de la muerte de su madre.

Durante los años de confusión que siguieron a la muerte de Clarisse, su hermana tenía miedo a la oscuridad y dejaba encendida una luz por las noches mientras dormía, como Bonnie, la hija pequeña de Escarlata O'Hara. Ninguna de las muchas canguros que se sucedieron, ni siquiera las más encantadoras, supo consolarla cuando ella tenía una pesadilla, y sólo Antoine lo conseguía, acunándola mientras le cantaba en voz baja las mismas nanas que solía entonar Clarisse para dormirla. Su padre casi ni se acercaba a ella. No parecía estar al tanto de los malos sueños de su hija, a pesar de que la lamparilla seguía encendida y ella llamaba a gritos a su madre una noche tras otra.

Antoine recordaba que Mélanie no comprendía la muerte de Clarisse. «¿Dónde está mamá? ¿Dónde está mamá?», preguntaba una y otra vez. Y nadie le contestaba, ni siquiera Robert y Blanche, ni su padre, ni Solange, ni el largo rosario de amigas de la familia que acudían al piso de la avenida Kléber tras la muerte de su madre, esas visitas que les manchaban las mejillas de carmín y les alborotaban el pelo. Nadie sabía responder a esa niña asustada y desesperada. A los diez años, él sabía de forma intuitiva qué era la muerte, y comprendía la consecuencia última de la misma: su madre nunca iba a regresar.

Observó las delicadas manos de su hermana sobre el volante. Llevaba un solitario anillo en la mano derecha, una sencilla alianza de oro bastante ancha que había pertenecido a su madre.

El tráfico fue en aumento en cuanto empezaron a cruzar Angers según se iban acercando más y más a París. Probablemente terminarían metidos en un colosal atasco, pensó él, mientras se moría de ganas por fumarse un pitillo.

Mel habló al cabo de un largo silencio:

– Hay algo que debo decirte, Tonio.

El tono de voz era tan tenso que su hermano se volvió para mirarla de inmediato. Ella tenía la vista puesta en la carretera, pero apretaba los dientes con determinación y no despegó los labios.

– Puedes decirlo ‑respondió él con tono suave‑. No te preocupes.

Apretaba el volante con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. Al ver eso, a Antoine se le aceleró el corazón.

– Le llevo dando vueltas todo el día ‑empezó Mel, hablando de forma apresurada‑. La noche pasada, en el hotel, me acordé de algo sobre…

Sucedió tan deprisa que Antoine apenas tuvo tiempo de contener el aliento. Primero, le miró de refilón con unos ojos turbados e inquietos; luego, volvió también el rostro hacia él. El coche pareció girar al mismo tiempo, dio la sensación de escorarse hacia la derecha y de pronto las manos de Mel perdieron el control del volante. A continuación, se escuchó el chillido agudo de las llantas y el fuerte pitido de un claxon detrás de ellos, y tuvo una extraña sensación de vértigo cuando Mel se le echó encima, profiriendo un grito cuyo volumen se intensificó en cuanto el coche dio un bandazo hacia un lateral; después dejó de oír el alarido, sofocado por la ráfaga de aire provocada por la apertura del airbag blanco, contra el cual Antoine se golpeó de lleno, haciéndose daño.

El chillido de Mélanie pasó a ser un gemido estrangulado que se perdió entre el estruendo de los cristales haciéndose añicos y el metal al abollarse. Por último, el arquitecto sólo escuchó los latidos amortiguados de su propio corazón.

 

«Hay algo que debo decirte, Tonio. Le llevo dando vueltas todo el día. La noche pasada, en el hotel, me acordé de algo sobre…».

La cirujana esperó a ver si yo continuaba hablando por iniciativa propia antes de formularme otra vez la pregunta:

– ¿Qué le estaba diciendo?

¿Cómo iba a repetir las palabras balbuceadas con voz entrecortada por Mélanie mientras el coche se salía de la carretera? No deseaba sacar a colación ese tema con la doctora. No quería comentar las palabras de Mel con nadie, aún no. La migraña y el picor de los ojos enrojecidos e irritados a causa de las lágrimas seguían sin remitir.

– ¿Puedo verla? ‑le pedí a la doctora Besson por fin, rompiendo el silencio existente entre nosotros‑. No soporto estar aquí sentado y no verla.

Ella sacudió la cabeza con determinación.

– Podrá visitarla mañana.

La miré sin entender nada.

– ¿No podemos irnos ya?

La doctora me devolvió la mirada.

– Su hermana ha estado a punto de morir.

Sentí un vahído al tiempo que tragaba saliva.

– ¿Qué?

– Hemos tenido que operarla. Había un problema con el bazo y además se ha roto un par de vértebras en la parte superior de la espalda.

– ¿Y eso qué significa? ‑logré farfullar.

– Va a quedarse aquí algún tiempo, y cuando esté en condiciones de desplazarse la llevarán a París en una ambulancia.

– ¿De cuánto tiempo estamos hablando?

– Podrían ser unos quince días.

– Pero… pensaba que había dicho que estaba bien.

– Y ahora lo está, pero va a necesitar unas semanas para superar esto. Y usted, monsieur, ha tenido mucha suerte de salir ileso. Debo examinarle ahora. ¿Tiene la bondad de acompañarme?

La seguí hasta un consultorio contiguo sumido en una especie de trance. Reinaba tal silencio en el hospital que parecía hallarse vacío y tuve la impresión de que la doctora Besson y yo éramos los únicos seres vivos del edificio. Me pidió que tomase asiento y me subiera la manga de la camisa a fin de poderme tomar el pulso. Mientras ella proseguía con el chequeo, yo rememoraba cómo había logrado salir del vehículo, que yacía recostado sobre un lateral, igual que un animal herido. Mélanie permanecía agazapada en la esquina izquierda del vehículo. No logré verle la cara, oculta por el airbag. Recordé haberla llamado a grito pelado, haber pronunciado su nombre con todas las fuerzas de mis pulmones.

Al cabo de un rato, Besson me informó de que tenía la tensión un poco alta, pero por lo demás estaba bien.

– Puede pasar la noche aquí. Tenemos habitaciones para los familiares. Enseguida vendrá la enfermera.

Le di las gracias y me dirigí a la entrada del hospital. Debía llamar a nuestro padre, lo sabía. Debía contarle lo sucedido. No era posible posponerlo por más tiempo. Salí a dar una vuelta alrededor del edificio y aproveché para fumar un cigarrillo. Era cerca de medianoche y el pueblo parecía dormido. Enfrente de mí había un parking prácticamente vacío, a excepción de otro par de fumadores, y sobre mi cabeza se extendía un firmamento azul oscuro tachonado de estrellas parpadeantes. Me senté en un banco de madera, donde terminé el pitillo, y lancé lejos la colilla. Probé suerte con el teléfono de casa, en la avenida Kléber, pero saltaba el contestador automático con la quejumbrosa voz nasal de Régine. Colgué y probé suerte en el móvil.

– ¿ Qué pasa? ‑espetó antes de darme ocasión de pronunciar ni una palabra.

Disfruté de aquel instante momentáneo de supremacía; era un poder nimio, sí, pero, después de todo, podía ejercer algún poder sobre nuestro anticuado, dominante y tiránico progenitor, un padre que aún conseguía que me sintiera como si tuviera doce años y fuera un desastre total en muchas cosas. Un padre que desaprobaba mi trabajo de arquitecto porque lo consideraba aburrido y mediocre, el divorcio reciente, mi tabaquismo, la forma en que educaba a mis hijos. Tampoco aceptaba mi corte de pelo porque, en su opinión, siempre me dejaba los cabellos demasiado largos, mi costumbre de seguir llevando vaqueros en vez de ponerme traje y no usar nunca corbata, mi coche extranjero en vez de uno francés, mi nuevo (y triste) apartamento de la calle Froidevaux con vistas al cementerio de Montparnasse. Todas estas minucias me proporcionaban un placer parecido al de una paja en la ducha.

– Hemos tenido un accidente. Mélanie está en el hospital. Se ha roto algo en la espalda y han tenido que operarla del bazo.

Saboreé la velocidad con que tragó una bocanada de aire.

– ¿Dónde estáis? ‑preguntó al cabo de un rato con voz entrecortada.

– En el hospital de Le Loroux‑Bottereau.

– ¿Y dónde rayos está eso?

– A veinte kilómetros de Nantes.

– ¿Qué hacíais allí Mélanie y tú?

– Hacíamos un viajecito por su cumpleaños.

Se hizo una pausa al otro lado de la línea.

– ¿Quién conducía?

– Ella.

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. El coche se salió de la calzada.

– Estaré ahí por la mañana y me haré cargo de todo. No te preocupes. Adiós.

Se despidió y colgó. Gemí para mis adentros. Al día siguiente vendría para mangonear a cuantas enfermeras tuviera cerca. Impondría respeto y miraría por encima del hombro a la doctora. Nuestro padre ya no era alto, pero todavía se imponía como si lo fuera. Cuando entraba en una habitación, los rostros de todos los presentes se volvían hacia él como los girasoles hacia el sol. Fue agraciado de joven, pero eso era cosa del pasado: tenía entradas profundas en el pelo, nariz grande y centelleantes ojos oscuros.

Solían decirme que me parecía a él por tener la misma altura y los mismos ojos de color castaño oscuro, pero yo no era nada autoritario.

Se había puesto más fondón, lo noté la última vez que le vi, haría cosa de seis meses. Nuestros caminos ya no se cruzaban con frecuencia y desde que los niños eran lo bastante mayores para visitar al abuelo sin mí le veía todavía menos.

Nuestra madre murió de un aneurisma en 1974. Desde entonces, Mélanie y yo debíamos referirnos a ella por su nombre: Clarisse. Parecía demasiado duro decir «madre». François ‑sí, así se llamaba nuestro padre, François Rey, ¿a que resonaba con grandeza y autoridad?‑ tenía sólo treinta y siete años cuando murió su esposa, era seis años más joven que yo ahora. No lograba recordar dónde ni cuándo conoció a esa rubia ambiciosa de labios finos, Régine, una interiorista; pero no había olvidado ningún detalle de la pomposa boda celebrada el mes de mayo de 1977 en el apartamento de Robert y Blanche, el de las vistas al Bois de Boulogne, ni la consternación que nos produjo a mí y a mi hermana.

Nuestro padre no parecía amar nada en absoluto a Régine, no tenía gestos de cariño hacia ella, ni siquiera la miraba, razón por la cual nos preguntábamos por qué se había casado con ella. ¿Se sentía solo? ¿Necesitaba una mujer que cuidase de la casa tras la muerte de su esposa? Nos sentimos traicionados. Ahí estaba Régine, con los treinta más que cumplidos, sonriendo como una tonta y llevando un vestido beis Courrèges que no le favorecía nada por detrás. Oh, sí, había capturado una buena presa. François no era un viudo, era un viudo forrado, uno de los más brillantes abogados de París y heredero de una familia respetada. Se casaban el vástago de un renombrado linaje de abogados y la rica hija de un pediatra reputado, nieta de un terrateniente de posibles, la crème de la crème de la exigente y conservadora burguesía parisina de la orilla derecha de la Passy. La pareja se fue a vivir a un soberbio piso en la burguesa avenida Kléber. Sólo había una pega: dos niños, de trece y diez años, todavía traumatizados por la muerte de su madre, pero ella nos puso firmes y se encargó de hacerlo todo a su medida. Redecoró el piso y transformó sus espléndidas proporciones haussmanianas en modernos espacios rectangulares despejados, echó abajo las chimeneas y el estuco, se deshizo de los crujientes suelos de madera y convirtió todo aquello en un decorado color castaño y ceniza que parecía la puerta de embarque de un aeropuerto. Todos los amigos lo consideraron el cambio de imagen más audaz e inteligente que jamás habían visto. Nosotros lo odiábamos.

Date: 2015-12-13; view: 299; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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