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Boomerang 4 page





Antoine continuó con el paseo, y volvió a detenerse delante del dormitorio de Blanche. La abuela solía hacer acto de presencia sobre las diez de la mañana, pues ella desayunaba en la cama. En cambio, Solange, Clarisse, Mélanie y él mismo lo hacían con el abuelo en la galería, cerca de la marisma. Después, Blanche efectuaba una aparición triunfal con la sombrilla colgada del brazo. Las vaharadas sofocantes de L'Heure Bleue anunciaban su presencia cuando bajaba las escaleras.

A la mañana siguiente, Antoine se levantó temprano, después de haber pasado una mala noche. Mélanie todavía no se había despertado. El hotel parecía vacío cuando bajó a desayunar. Disfrutó del café, y le maravilló que los bollos tuvieran el mismo sabor que los que acostumbraba a engullir treinta años atrás. Qué vida tan tranquila y ordenada llevaban en aquellos veranos interminables en los que no hacía nada, pensó.

Los fuegos artificiales de Plage des Dames marcaban el cénit de las fiestas. Tenían lugar el 15 de agosto, coincidiendo con el cumpleaños de Mel. Ella solía pensar de pequeña que los hacían en su honor, que todo ese gentío se congregaba en la playa para festejar su aniversario.

Recordaba que un año tuvieron un 15 de agosto pasado por agua y todo el mundo se quedó bajo techo, apretujados de mala manera en el hotel. Se desató una tormenta terrible. Antoine se preguntó si Mélanie se acordaría de aquello. Había pasado mucho miedo. Ella y también Clarisse, a quien le daban pánico las tormentas. Entonces le vinieron a la mente imágenes de cómo su madre permanecía agachada y con la cabeza cubierta por los brazos, temblando como una niña.

Terminó el desayuno y merodeó por los alrededores durante un rato a la espera de su hermana. Había una mujer de cincuenta y pico años sentada tras el mostrador de recepción. Colgó el auricular y saludó con la cabeza cuando él pasó por delante.

– No se acuerda de mí, ¿a que no? ‑gorjeó.

Él la estudió con la mirada. Había algo vagamente familiar en sus ojos. Al final, ella se presentó:

– Soy Bernadette.

¡Bernadette! Bernadette era una preciosa niña menudita de melena negra y cautivadora, en nada parecida a la matrona que tenía delante. De niño estaba colado por ella y sus brillantes coletas. Ella lo sabía, y siempre le daba el mejor trozo de carne, una rebanada adicional de pan u otra ración de tarta Tatin.

– Le he reconocido nada más verle, monsieur Antoine, y también a mademoiselle Mélanie.

Bernadette, la de los dientes blancos, figura grácil y sonrisa jovial.

– Cuánto me alegro de verla ‑farfulló él, avergonzado por no haberla reconocido.

– No ha cambiado ni lo más mínimo. ¡Qué familia tan estupenda hacían ustedes! Sus abuelos, su tía, su madre… ‑dijo hablando a toda velocidad.

– ¿Se acuerda de ellos? ‑inquirió él con una sonrisa.

– Claro, cómo no, monsieur Antoine. Su abuela nos daba las mejores propinas de la temporada. Y su abuelo también. ¿Cómo iba a olvidar eso una camarera de poca monta? Y su madre era amable y bondadosa. Créame, todos nos llevamos una decepción enorme cuando su familia no volvió a venir.

Antoine la miró. Tenía los mismos centelleantes ojos negros.

– No volvió a venir… ‑repitió él.

– Bueno, eso… Su familia había venido muchos veranos de forma consecutiva y de pronto ninguno de ustedes regresó. La dueña, la anciana madame Jacquot, se llevó un chasco mayúsculo. Se preguntaba si sus abuelos estarían descontentos con el hotel, si había algo que les hubiera disgustado. Esperamos un año tras otro, pero la familia Rey jamás volvió; hasta el día de hoy, que han venido ustedes.

Antoine tragó saliva.

– Nuestro último verano aquí creo que fue… en 1973.

Su interlocutora asintió; se inclinó hacia delante y, tras un momento de vacilación, sacó de un gran cajón un viejo libro de tapas negras. Lo abrió y pasó un par de páginas amarillentas. Su dedo se detuvo sobre un nombre escrito a lápiz.

– Sí, exacto, en 1973. Ése fue el último verano.

– Vaya, bueno… ‑dudó‑. Nuestra madre murió al año siguiente. Por eso no regresamos.

Bernadette se puso roja como un tomate. Jadeó y se llevó una mano temblorosa al pecho.

Se hizo un silencio incómodo.

– ¿Murió su madre? No teníamos ni la menor idea, ninguno de nosotros… Cuánto lo siento.

– No se preocupe, no lo sabían… ‑murmuró Antoine‑. Ocurrió hace mucho tiempo…

– No me lo puedo creer ‑susurró ella‑. Una dama tan joven y adorable…

Antoine Rey deseó en silencio que Mel bajara de una vez. No soportaba la idea de tener que someterse al interrogatorio de Bernadette sobre la muerte de su madre. Entornó los ojos, apoyó una mano sobre el mostrador de recepción y se encerró en un silencio obstinado.

Sin embargo, Bernadette no despegó los labios. Permaneció inmóvil con una expresión preocupada y triste mientras empezaba a aminorar la intensidad del rojo de sus mofletes.

 

Me encanta nuestro secreto. Me encanta la discreción de nuestro amor, pero ¿cuánto tiempo va a durar? ¿Cuánto vamos a permitir que dure? Hace ya un año de esto. Recorro con los dedos tu piel sedosa y me pregunto si en verdad deseo que esto se haga público. Puedo adivinar todo cuanto va a acarrear. Es como el olor a lluvia y a tormenta en ciernes que nos llega en alas del viento. Soy consciente de las implicaciones, de lo que significa para ti y para mí, pero en lo más hondo de mi ser también sé que me duele y que lo necesito. Tú eres mi único amor. Eso me asusta, pero no hay nadie más.

¿Cómo va a terminar esto? ¿Qué va a ser de mis hijos? ¿En qué les afectará a ellos? ¿Cómo vamos a hallar el modo de vivir juntos tú, yo y los pequeños? ¿Dónde? ¿Cuándo? Me aseguras que no te asusta decírselo a todos, pero seguramente comprenderás que a ti te resulta más fácil. Eres independiente, te ganas tu propio dinero y no tienes ningún jefe. No tienes cónyuge ni hijos: eres libre. Pero mírame a mí. Soy un ama de casa de las Cévennes, nada más que un objeto de adorno envuelto en un pequeño vestido negro.

Hace mucho que no he vuelto a mi pueblo natal ni he visto la vieja casa de piedra escondida entre las montañas, pero conservo recuerdos: las cabras balando en el corral, el suelo reseco, el olivar, mi madre tendiendo las sábanas, la visión del monte Aigoual, los melocotones y albaricoques que mi padre solía acariciar con sus manos callosas. Me pregunto qué dirían si estuvieran vivos, no sé siquiera si me comprenderían, lo mismo ellos que mi hermana, para quien me he convertido en una extraña desde que me fui al norte a casarme con un parisino.

Te quiero, te quiero, te quiero.

 

Mélanie durmió a las mil maravillas y se levantó muy tarde. Antoine advirtió que tenía los ojos hinchados, pero bajó al comedor a desayunar con el rostro resplandeciente y tranquilo tras una noche de descanso y las mejillas sonrosadas por el sol matutino. Decidió no contarle nada de su encuentro con Bernadette. ¿Qué sentido tenía mencionarle esa conversación? No servía de nada. Le haría daño, tal y como se lo había causado a él.

Ella desayunó tranquilamente sin decir nada mientras él leía la prensa local y bebía café recién hecho. El buen tiempo iba a durar, le anunció. Ella sonrió. Antoine volvió a preguntarse si aquel viaje había sido una buena idea. ¿Qué provecho iban a sacar de remover el pasado? Sobre todo si era el pasado de su familia.

– He dormido a pierna suelta ‑anunció Mel mientras se colocaba la servilleta encima de las piernas‑. Hacía mucho que no me pasaba. ¿Qué tal tú?

– He dormido muy bien ‑mintió. Por alguna razón, no quería decir que había pasado la noche en vela dándole vueltas al último veraneo. Las imágenes del pasado se proyectaban inesperadamente sobre sus párpados cerrados.

Se acercaron una mujer joven y su hijo. Tomaron asiento en una mesa próxima a la suya. El niño lloriqueaba y hablaba con voz aguda, haciendo caso omiso de la regañina de la madre.

– ¿No te alegras de que tus chavales hayan superado esa edad?

Él enarcó las cejas.

– En este momento, percibo a mis hijos como verdaderos extraños.

– ¿Qué quieres decir?

– Viven unas vidas de las que no sé nada. Se pasan el tiempo delante del ordenador, de la tele o enviando SMS con el móvil cuando están conmigo.

– No me lo puedo creer.

– Pues es la verdad. Nos reunimos a la hora de las comidas, y ellos se sientan en silencio. A veces Margaux se lleva el iPod a la mesa. Lucas todavía no ha entrado en esa edad, gracias a Dios, pero está al caer.

– ¿Por qué no hablas con ellos para ponerles freno? ¿Por qué no tienes una conversación con Arno y Margaux?

Antoine, sentado al otro lado de la mesa, miró a su hermana y se preguntó qué podía contestarle. ¿Qué sabía ella de los niños en general y los adolescentes en particular: de sus silencios, sus arrebatos, de toda esa rabia contenida en su interior? ¿Cómo iba a contarle que a veces percibía el desprecio de sus hijos con tanta dureza que le echaba para atrás?

– Debes conseguir que te respeten, Antoine.

¿Respeto? Ah, sí, igual que él había respetado a su padre cuando era un adolescente. Él nunca se había pasado de la raya. Jamás se había rebelado ni contestado a gritos. Nunca había dado un portazo.

– Están pasando por algo saludable y normal ‑murmuró él‑. Es natural comportarse de forma brusca y ser un poco difícil a esa edad. Tiene que suceder así. ‑Su hermana permaneció en silencio, bebiendo a sorbos una taza de té. El pequeño de la mesa contigua seguía berreando‑. Lo difícil es tener que pasar por esto yo solo, sin Astrid. Todo ha sido tan repentino, tan de la noche a la mañana… Son mis hijos, pero en realidad son unos completos desconocidos y no sé nada de su vida, ni adonde van ni en compañía de quién.

– ¿Cómo es posible eso?

– Por Internet y los móviles. Cuando teníamos su edad, nuestros amigos tenían que telefonear a casa y hablar con nuestro padre o con Régine, debían pedirles que nos pusiéramos al teléfono. Eso se acabó. Ahora no tienes ni idea de a quién ve tu hijo y jamás hablas directamente con sus amigos.

– A menos que los traigan a casa.

– Pero no siempre lo hacen.

El niño de la mesa contigua dejó de llorar por fin y se concentró en masticar un cruasán tan grande como el plato.

– ¿Margaux todavía es amiga de Pauline? ‑preguntó Mel.

– Sí, por supuesto; pero Pauline es la excepción. Las dos llevan en el mismo colegio desde que tenían seis años. Ahora no la reconocerías.

– ¿Por qué?

– Tiene el mismo tipazo que Marilyn Monroe.

– ¿Estás de guasa? ¿Hablamos de la pequeña Pauline, la flacucha, la pecosa con dientes de conejo?

– Esa misma Pauline, la flacucha.

– ¡Dios mío! ‑exclamó Mel, asombrada. Luego, alargó una mano y palmeó la de su hermano con suavidad‑. Lo estás haciendo bien, Antoine. Me enorgullezco de ti. Debe de ser un trabajo infernal criar a dos adolescentes.

Antoine se apresuró a levantarse cuando los ojos se le llenaron de lágrimas. Dedicó una sonrisa a su hermana y preguntó:

– ¿Qué te parece si nos damos un chapuzón por la mañanita?

Comieron después del baño y luego Mélanie subió a su cuarto para terminar la lectura de un manuscrito.

Su hermano optó por descansar a la sombra. Hacía menos calor del previsto, pero lo más probable era que acabara metiéndose en la piscina en algún momento. Se acomodó al amparo de una amplia sombrilla en una hamaca de madera situada en la terraza e intentó leer un par de páginas de una novela que le había prestado Mélanie, obra de uno de sus autores estrella, un joven desenvuelto de poco más de veinte años. Era un gallito de pose chulesca y pelo oxigenado. Su interés por el libro decayó a las pocas páginas.

Las familias iban y venían al borde de la piscina, y verlas era mucho más entretenido que esa lectura. Había una pareja de cuarentones que bien podían haber sido Astrid y él mismo, pensó Antoine. Él tenía buen tipo: brazos musculosos y estómago firme, pero ella tiraba más bien a gorda. Los dos hijos adolescentes eran una réplica exacta de él. La chica tenía una mueca de mala leche continua y sujetaba unos audífonos entre los dedos, rematados por unas uñas pintadas de negro. El chaval era más joven, quizá de la edad de Lucas, según evaluó Antoine; iba absorto jugando con una Nintendo y contestaba con encogimientos de hombros y gruñidos cuando le hablaban sus padres. «Bienvenidos al club», pensó él, pero al menos esa pareja estaba unida, eran un equipo y serían capaces de lidiar entre los dos las tormentas venideras. En cambio él debía afrontar la galerna en solitario.

No fue capaz de recordar la última vez que había mantenido una conversación con Astrid acerca de sus hijos. ¿Cómo se comportaban cuando estaban con ella y con Serge? ¿Era igual de malo? ¿Era peor o tal vez mejor? ¿Cómo capeaba la tormenta? ¿Perdía los nervios alguna vez? ¿Les devolvía los gritos? ¿Y qué ocurría con Serge? ¿Cómo se las apañaba con tres chavales que ni siquiera eran suyos?

Antoine se fijó en otra familia más joven con dos niños pequeños. Los padres tendrían veinte y muchos o treinta y pocos. La madre se sentaba con la pequeña sobre la hierba y la ayudaba a encajar las piezas de un puzle de plástico con mucha paciencia. Aplaudía y arrullaba a la niña cada vez que ésta acertaba. Él también solía hacer eso, pensó, recordando aquella época dorada en la que los niños eran pequeños y encantadores: podías abrazarlos y hacerles cosquillas, jugar al escondite o a los monstruos, correr tras ellos, levantarlos en brazos o hacerlos girar por encima de la cabeza mientras sus gritos y alaridos te resonaban en los oídos. Incluso podías cantar para dormirlos y mirarlos durante horas, maravillado ante la perfección de sus minúsculas facciones.

Observó cómo el padre cogía la botella para darle el biberón a su hijo, cómo ponía cuidadosamente la tetina de goma en la boca del bebé. Antoine se sintió abrumado por la tristeza de lo que había pasado para no volver jamás, la nostalgia de un tiempo precioso donde las cosas entre él y Astrid iban bien, disfrutaba de su trabajo ‑y él lo hacía bien‑, se sentía joven y estaba en paz consigo mismo.

Se acordó de los domingos por la mañana, cuando paseaba con su familia por el mercado de Malakoff. Lucas todavía iba en el cochecito, empujado por Astrid, y los otros dos andaban a su lado con paso despreocupado. Le cogían la mano con las suyas, calientes y húmedas. Los vecinos y tenderos saludaban asintiendo con la cabeza y gesticulando con la mano. Qué orgulloso se había sentido, qué seguro estaba en su propio mundo, como si nada pudiera destruirlo, como si nada fuera a cambiar jamás.

¿Cuándo empezó todo? Él no lo había visto venir, y en caso contrario, si hubiera estado sobre aviso, ¿acaso habría sido más fácil? ¿Tenía algo que ver con el proceso de hacerse mayor? ¿Era eso lo que le tenía reservado el destino?

Se sintió incapaz de soportar por más tiempo el aire de felicidad emanado por aquella familia, pues le recordaba demasiado su pasado; de modo que se levantó, inspiró hondo y se deslizó al interior de la piscina. El agua fría le sentó de maravilla, se zambulló y buceó bajo la superficie un rato, hasta que le dolieron brazos y piernas y ya no le quedó aire en los pulmones. Luego, regresó a su silla y extendió la toalla sobre el césped.

Un sol de justicia cayó inclemente sobre él. Justo lo que necesitaba. Un sofocante olor a rosas flotó a su alrededor hasta embriagarle los sentidos y le hizo recordar con una punzada de dolor que sobre ese mismo césped, junto a los rosales, tenían lugar las meriendas con los abuelos, que tomaban el té allí mismo. Rememoró las esponjosas magdalenas que mojaba en su té Darjeeling con una nube de leche, el olor acre del puro del abuelo, la cadencia sedosa de la abuela al hablar, con su entonación de soprano, las risas roncas y repentinas de su tía. Y también se acordó de su madre, de su sonrisa, de la forma en que se le iluminaban los ojos cada vez que miraba a sus hijos.

Todo eso había desaparecido, se había desvanecido para siempre. Se preguntó qué le traerían los años venideros y si tendría las energías necesarias para quitarse de encima esa abrumadora tristeza que le apretaba con tanta fuerza. No la había percibido con tanta intensidad antes de volver a Noirmoutier. Quizá debía viajar, tomarse un tiempo de descanso e ir a algún sitio, a algún lugar lejano, de donde no volviera en años, un país como China o la India; pero le echaba hacia atrás la idea de hacerlo solo. Siempre podía pedírselo a alguno de sus mejores amigos, Hélène, Emmanuel o Didier, pero sabía que era un sinsentido. ¿Quién iba a tomarse libres un par de semanas o un mes para viajar a su edad? Hélène era madre de tres niños que requerían toda su atención. Emmanuel se dedicaba a la publicidad y tenía el peor horario de todos. Didier era arquitecto, como él, pero parecía estar trabajando siempre. Ninguno de los tres estaba en condiciones de dejarlo todo y marcharse a Asia en un abrir y cerrar de ojos.

El cumpleaños de Mélanie era al día siguiente. Había reservado mesa en uno de los mejores restaurantes de Noirmoutier: L'Hostellerie du Château. Era uno de esos sitios donde no había estado nunca, ni siquiera en los buenos tiempos de Blanche y Robert.

Estaba tendido sobre la espalda y se dio la vuelta para tumbarse sobre el vientre. Entretanto, pensaba en la semana próxima. La gente regresaría a la capital después de las vacaciones, ya podía ver en la ciudad legiones de parisinos con los rostros bronceados. Debía afrontar un volumen de trabajo abrumador y encontrar un nuevo ayudante. Los chicos empezarían a ir al colegio otra vez. Poco a poco, agosto se deslizaba para convertirse en septiembre. ¡Cómo demonios iba a arreglárselas para soportar otro invierno por sus propios medios!

 

Hubo una tormenta terrible la noche en que cumplió años la pequeña y me asusté, como siempre, pero tú viniste a mí en la oscuridad mientras todos se acurrucaban en el comedor alumbrado con velas. El suministro de corriente eléctrica se había cortado, pero no la necesitábamos. Los dedos de tus manos eran como haces de luz para mí, refulgían a mis ojos, parecían casi blancos de pura pasión. Me tomaste y me llevaste a otro lugar en el que nunca había estado antes, donde nadie antes me había llevado, ¿lo oyes?, nadie.

Regresé junto a ellos cuando volvió la luz y trajeron el pastel. Volvía mi papel de madre y esposa perfecta, pero aún relucía bajo los efectos de tu deseo y me abrigaba ese fuego. Ella volvió a mirarme como si sospechara algo, como si lo supiera, pero, escucha, ya no los temo, ya no les tengo miedo. Pronto deberé irme, lo sé, deberé volver a París para retomar mi vida de todos los días, el piso en la avenida Kléber y su atmósfera de vida tranquila, con la seguridad que dan el dinero, los niños…

Te hablo demasiado de los niños, ¿verdad? Pero ellos son mi pequeño tesoro. Lo valen todo para mí. ¿Conoces la expresión «las niñas de los ojos»? Bueno, pues eso es lo que son para mí esos angelitos. Para mí vivir es estar contigo, y eso es lo que más deseo en el mundo, amor mío, pero vivir de verdad sería hacerlo en tu compañía y en la de mis hijos. Estar juntos nosotros cuatro, como una pequeña familia, pero ¿es eso posible? ¿Lo es?

Mi marido no va a venir este fin de semana, y eso quiere decir que otra vez puedes venir a mi habitación de madrugada. Te estaré esperando. Me estremezco sólo de pensar qué vas a hacerme y cómo te tomaré yo.

 

Mel estaba despampanante esa noche. Llevaba el pelo recogido hacia atrás y sujeto por un moño. Un sencillo vestido negro realzaba su figura esbelta. Tuvo la impresión de que era su madre quien le miraba a través de los ojos de Mélanie, pero no dijo nada. Ése era un recuerdo propio e intransferible.

Estaba muy satisfecho de haber elegido ese restaurante, situado a un tiro de piedra del castillo de Noirmoutier. Visto desde fuera ofrecía una apariencia engañosamente sencilla, con su porche estrecho y sus contraventanas de olivo. El salón principal tenía un techo alto terminado en punta, unas paredes pintadas de color crema, mesas de madera y una enorme chimenea, pero él había reservado una mesa en el exterior, en una pequeña terraza cubierta por un toldo más privada, donde disponían de una mesa debajo de una fragante higuera recostada sobre un muro cuyas piedras se estaban desmenuzando.

Antoine se percató de que allí no imperaba la habitual algarabía de las familias. No había ni niños lloriqueantes ni adolescentes temperamentales. Era el lugar idóneo para celebrar el cuadragésimo aniversario de Mélanie. Pidió dos copas largas de champán rosé, el favorito de su hermana, y ambos estudiaron en silencio el menú. Foie gras poêle au vinaigre de framboises et au melon. Huîtres chaudes au caviar d'Aquitaine et à la crème de poireaux. Homard bleu a l'Armagnac. Turbot de pleine mer sur galette de pommes de terre ailées.

– Esto es una verdadera maravilla, Tordo ‑observó ella mientras entrechocaban los vasos para brindar‑. Gracias.

Él esbozó una sonrisa. Eso era exactamente lo que tenía en mente cuando había planeado el viaje hacía un par de meses.

– ¿Cómo te sientes ahora que te han caído los cuarenta?

Ella hizo una mueca de asco.

– Fatal. Lo odio.

Vació la copa de un trago.

– Estás guapísima para tener esa edad, Mel.

La piropeada se encogió de hombros y contestó:

– No me siento menos sola por eso, Tonio.

– Tal vez este año…

Mel le miró con desdén.

– Oh, sí, tal vez este año, tal vez este año encuentre un buen tío. Eso mismo me digo todos los años. Como todos sabemos, el problema es que los hombres de mi edad no buscan cuarentonas. O están divorciados y quieren una esposa más joven o están solteros, y ésos son aún más recelosos y huyen de las mujeres de su edad.

Él sonrió.

– Bueno, yo no estoy interesado en mujeres más jóvenes. Ya he tenido bastante de eso. Sólo quieren frecuentar night clubs, ir de compras o casarse.

– Ajajá ‑asintió ella‑, casarse. Llegamos al meollo del problema. ¿Puedes explicarme por qué nadie quiere casarse conmigo? ¿Voy a terminar como Solange, siendo una vieja gorda y mandona?

Los ojos verdes de Mélanie se llenaron de lágrimas. Su hermano no podía soportar que su tristeza echara a perder una velada tan agradable, de modo que dejó el cigarrillo y la aferró por la muñeca, con amabilidad pero con firmeza. En ese momento apareció el camarero y Antoine esperó a que se marchara antes de hablar.

– No has encontrado el tipo adecuado, Mel. Olivier fue una equivocación y duró demasiado. Siempre esperaste que te hiciera una propuesta, pero nunca la hizo, y me alegro de que fuera así, pues él no te convenía, y tú lo sabes.

Ella se enjugó las lágrimas despacio y le sonrió.

– Bien que lo sé. Se llevó seis años de mi vida y dejó detrás de sí un buen lío. A veces me pregunto si estoy jugando en el terreno adecuado para conocer hombres. La mayoría de los escritores y periodistas son gays, complicados o neuróticos. Estoy harta de liarme con hombres casados, como mi vejete salido. Quizá debería ir a trabajar contigo. Tú ves hombres todo el día, ¿no?

El interpelado se echó a reír con ironía. Oh, sí, veía hombres a lo largo de todo el día, y en realidad a pocas mujeres. Veía a hombres como Rabagny, cuya falta de encanto rozaba lo delictivo, o como los hoscos capataces con los que debía lidiar de continuo y con quienes tenía menos paciencia que con sus propios hijos, hombres como los fontaneros, carpinteros, pintores, electricistas. Los conocía desde hacía años y había aprendido a soportar sus chistes verdes.

– No te gustaría esa clase de hombres ‑observó él, y se tragó una ostra.

– ¿Cómo lo sabes? Ponme a prueba. Llévame a una de tus obras.

– Vale, de acuerdo. ‑Esbozó una gran sonrisa‑. Te presentaré a Régis Rabagny, pero luego no me digas que no te previne.

– ¿Y quién diablos es Régis Rabagny?

– Un joven y ambicioso empresario que está siendo mi cruz. Es familia del intendente municipal del distrito 12°. Se considera un regalo del cielo para los padres parisinos por haber inventado un novedoso modelo de guarderías infantiles bilingües. Las construcciones son espectaculares, pero las está pasando canutas para que las acepte la concejalía de seguridad urbana. No hay modo de hacerle entender que debemos ceñirnos a las reglas y no asumir riesgos cuando están involucrados los niños. Da igual cómo se lo diga, no me escucha. Él piensa que no entiendo su «arte», sus «creaciones».

Date: 2015-12-13; view: 321; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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