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Capítulo 12





 

Cuando pienso en el salón, no puedo borrar algunas imágenes de mi cabeza. Imágenes felices, por supuesto: subo los peldaños, la noche de bodas, la suave caricia del encaje en la cara y el cuello, su mano cálida en el hueco de la espalda; el rumor de los invitados, pero yo solo tenía ojos para usted. En la fresca penumbra de Saint‑Germain, susurré mis votos, demasiado intimidada hasta para mirarle de frente, y me incomodaba la gente detrás de nosotros: mi madre y sus amigos de entonces, su vestido chillón, su sombrero escandaloso.

Veo a aquella joven vestida de blanco, de pie delante de la chimenea, con la mano continuamente crispada sujetando el ramito de rosas pálidas, y el oro de la alianza nueva apretándole firmemente el dedo. Una mujer casada. La señora de Armand Bazelet. En esa habitación podía haber al menos cincuenta personas. Champán y hojaldritos para todos. Sin embargo, yo tenía la sensación de estar a solas con usted. De vez en cuando, cruzábamos las miradas y me sentía más segura de lo que nunca había estado, por su amor y en su casa. Igual que su madre, la casa me acogió con cariño. Me aceptó. No me canso de su particular olor, una mezcla de cera de abeja y ropa blanca limpia, de cocina sencilla y sabrosa.

Sin embargo, por desgracia, no solo tengo recuerdos felices y serenos de esta casa. Algunos son sencillamente demasiado penosos para evocarlos ahora. Sí, Armand, aún me falta valor. Vienen a mí poco a poco. Sea paciente. Empecemos por este.

Recuerde el día que, cuando regresamos a casa de un viaje a Versalles con mamá Odette, antes de que naciera Violette, nos dimos cuenta de que habían forzado la puerta de entrada. Subimos precipitadamente la escalera y descubrimos nuestros efectos personales, los libros, la ropa, los enseres, todo apiñado en un montón. Los muebles estaban vueltos del revés, la cocina era una auténtica leonera. Los pasillos y las alfombras estaban manchados con huellas de barro. La pulsera de oro de mamá Odette había desaparecido, igual que mi anillo de esmeralda y sus gemelos de platino. Y habían vaciado el escondite en el que guardaba el dinero, cerca de la chimenea. Acudió la policía y creo que algunos hombres registraron el barrio, pero nunca recuperamos lo que nos habían robado. Me acuerdo de su disgusto. Mandó poner una nueva cerradura, más robusta.

Otro triste recuerdo. El salón me trae a la memoria a su madre. El día que la conocí y también el de su muerte, hace ya treinta años.

Violette tenía cinco años y era un pequeño monstruo. Solo mamá Odette conseguía dominarla. Nunca se mostraba caprichosa delante de ella. Me pregunto qué magia utilizaba su abuela. Quizá a mí me faltase autoridad. Tal vez fuese una madre demasiado bondadosa, demasiado blanda. Sin embargo, no sentía ninguna inclinación natural hacia Violette. Toleraba el carácter de mi hija, que había heredado de su abuelo paterno. El niño fue quien, más tarde, me ganó el corazón.

Aquel funesto día, usted había ido a reunirse con el notario de la familia, cerca de la calle Rivoli, y no regresaría hasta bien entrada la noche, a la hora de la cena. Como de costumbre, Violette estaba enfurruñada y una fea mueca le crispaba el rostro. Nada parecía alegrarla, ni la muñeca nueva, ni una apetitosa onza de chocolate. En el sillón verde de franjas, mamá Odette hacía todo lo que podía para sacarle una sonrisa. ¡Qué paciente y firme era! Mientras me centraba en la labor, pensaba que me interesaría imitar sus habilidades maternas, con su modo de proceder tranquilo, inquebrantable y tierno a la vez. ¿Cómo lo haría? La experiencia, suponía. Los años que había pasado ocupándose de un esposo receloso.

Aún oigo el tintineo del dedal de plata contra la aguja, el canturreo de mamá Odette, mientras acariciaba el pelo a mi hija, y el chisporroteo de las llamas en la chimenea. Fuera, pasaba un coche de vez en cuando o resonaban algunos pasos. Era una fría mañana de invierno, las calles estarían resbaladizas cuando saliéramos a dar el paseo a Violette, después de la siesta. Tendría que sujetarla fuerte de la mano, y la niña lo detestaba. Yo había cumplido veintisiete años y llevaba una vida confortable, plácida. Usted era un marido atento, aunque a veces algo ausente y, curiosamente, parecía envejecer más rápido que yo. A los treinta y cinco años, aparentaba más edad de la que tenía. Era distraído, pero no me preocupaba, incluso me parecía que eso tenía su encanto. Con frecuencia olvidaba dónde tenía las llaves o qué día era, pero su madre siempre le señalaba que ya había dicho esa frase o planteado esa pregunta.

Zurcía un calcetín desgastado, absorta en la labor. Mamá Odette había dejado de cantar. De pronto, el silencio me hizo levantar los ojos y vi la cara de mi hija. Miraba fijamente a su abuela; parecía fascinada, con la cabeza inclinada como para verla mejor. Mamá Odette me daba la espalda, se inclinaba hacia la niña, los hombros redondeados dentro de su vestido de terciopelo gris, las caderas anchas. La curiosidad oscurecía los ojos de Violette. ¿Qué le estaría diciendo su abuela?, ¿cuál sería su expresión?, ¿le estaría haciendo algún gesto cómico? Con una ligera risa, dejé el calcetín.

Repentinamente, mamá Odette dejó escapar un estertor, un horrible sonido silbante, como si un trozo de comida se le hubiera quedado atascado en la garganta. Aterrorizada, me di cuenta de que su cuerpo se deslizaba lentamente hacia Violette, que no se había movido, estaba petrificada como una minúscula estatua. Me lancé hacia delante lo más rápido que pude para sujetar del brazo a mamá Odette y, cuando volvió la cara hacia mí, estuve a punto de desmayarme del horror. Estaba irreconocible, lívida, sus ojos eran dos órbitas blancas y temblorosas. Tenía la boca muy abierta, un hilo de saliva se le escapaba del labio inferior y se ahogaba de nuevo, solo una vez sus manos rechonchas revolotearon hacia la garganta, impotentes. Luego se desplomó a mis pies. Yo me quedé allí, conmocionada, incapaz de moverme. Me llevé los dedos al pecho, me latía el corazón desbocado.

Estaba muerta, no había más que mirarla para saberlo: el cuerpo inmóvil, la cara blanca como la tiza, la mirada horrible. Violette corrió a refugiarse en mis faldas, me arañaba los muslos a través del grueso tejido. Quise deshacerme de la opresión de sus dedos, pedir ayuda, pero no podía moverme. Sencillamente, me quedé allí, paralizada. Necesité un buen rato para recobrar el ánimo. Corrí a la cocina y le di un gran susto a la doncella. Violette se había echado a llorar de miedo. Unos tremendos berridos agudos que me perforaban los tímpanos. Recé para que se callara.

Mamá Odette muerta y usted no estaba en casa. La doncella lanzó un grito cuando vio el cuerpo en la alfombra. Acabé por recabar la suficiente fuerza para ordenarle que se repusiera y fuese en busca de ayuda. Salió corriendo deshecha en lágrimas. Me sentía incapaz de mirar otra vez el cuerpo y me quedé con nuestra hija, que seguía berreando. Mamá Odette parecía estar perfectamente bien en el desayuno. Había comido un panecillo con apetito. ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo era posible aquello? No podía estar muerta. Vendría el médico y la reanimaría. Me corrían las lágrimas por las mejillas.

Al fin, el anciano doctor subió torpemente la escalera con su maletín negro. Le silbaba la respiración cuando se arrodilló para poner dos dedos en el cuello de mamá Odette. Luego silbó aún más fuerte cuando puso el oído en su pecho. Yo esperé rezando. Pero sacudió la cabeza canosa y cerró los ojos de mamá Odette. Se había acabado, se había ido.

Yo solo era una niña cuando murió mi padre, y no conservaba ningún recuerdo de él. Mamá Odette era la primera persona a la que yo amaba que se iba. ¿Cómo afrontaría la vida sin su rostro bondadoso, sin el sonido de su voz, sin sus bromas, sin su risa encantadora? En casa, sus cosas, por todas partes, me la recordaban: los abanicos, los sombreros, su colección de animalitos de marfil, los guantes con sus iniciales bordadas, la Biblia que siempre llevaba en su bolsito, los saquitos de lavanda que colocaba aquí y allá, su perfume embriagador.

Poco a poco, el salón se llenó de gente. El sacerdote que nos había casado llegó e intentó consolarme, en vano. Los vecinos se agruparon delante de la casa. La señora Collévillé estaba hecha un mar de lágrimas. Todo el mundo quería a mamá Odette.

– Ha sido el corazón, no cabe duda ‑declaró el anciano doctor, mientras llevaban su cuerpo al dormitorio‑. ¿Dónde está su marido?

No dejaban de preguntarme dónde estaba usted. Alguien propuso que se le enviara un mensaje inmediatamente. Me parece que fue la señora Paccard. Rebusqué en su escritorio y encontré la dirección del notario. Luego, mientras acariciaba la cabeza de mi hija, no podía dejar de pensar en ese mensaje de mal augurio que iba a su encuentro, que se acercaba inexorablemente a usted. Usted no sabía nada, estaba con el señor Regnier desmenuzando contratos e inversiones y no sabía lo que había sucedido. Estremecida, imaginé su mirada cuando le entregaran el trozo de papel, cómo palidecería cuando fuera consciente de la noticia, cómo se levantaría titubeante antes de ponerse el abrigo sobre los hombros y la chistera ladeada y, con las prisas, olvidaría el bastón. Luego el camino de regreso, cruzando un puente en un coche de punto que le parecería que avanzaba a la velocidad de un caracol, el tráfico atascado, las calles heladas, el horrible martilleo de su corazón.

Nunca olvidaré su cara cuando entró en casa. Su madre lo era todo para usted y para mí. Era el pilar de nuestra vida, nuestra fuente de sabiduría. Nosotros éramos sus hijos. Se ocupaba con tanta ternura de nosotros… A partir de ahora, ¿quién nos cuidaría?

Ese espantoso día se hizo eterno, sobrecargado por las consecuencias del fallecimiento y sus exigencias. Llegaron condolencias, flores, tarjetas, susurros y murmullos, la ropa de luto y su desesperante negrura. Pusimos un crespón negro en la puerta, la gente que pasaba se santiguaba.

La casa me protegía, me sujetaba firmemente entre sus paredes de piedra, como un robusto navío en plena tormenta, me cuidó, me apaciguó. Usted estaba ocupado con el papeleo y el entierro en el cementerio sur, donde reposaban su padre y sus abuelos. La misa se celebraría en Saint‑Germain. Yo observaba su intensa actividad. Violette se comportó de un modo insólitamente silencioso, abrazaba su muñeca. La gente revoloteaba a nuestro alrededor en un ballet interminable.

De vez en cuando, una mano cariñosa me daba una palmada en el brazo o me ofrecía algo de beber.

Una vez más, volví a ver el rostro blanco de mamá Odette, cómo se asfixiaba, y oí de nuevo el silbido. ¿Habría sufrido? ¿Habría podido impedirlo? Pensaba en los paseos diarios al mercado, luego seguíamos más allá, hasta la calle Beurriére, y, a continuación, íbamos al patio del Dragón, donde le gustaba deambular por los talleres y charlar con el herrero. Recordé su pasito tranquilo, agarrándome del brazo, el bamboleo de su sombrero cerca de mi hombro. Cuando llegábamos a la calle Taranne, le gustaba hacer un descanso; iba con las mejillas sonrosadas y la respiración entrecortada. Me miraba con aquellos ojos marrones tan parecidos a los de usted y me sonreía: «¡Ay, qué guapa es, Rose!». Mi madre nunca me había dicho que era guapa.

 

Date: 2015-12-13; view: 334; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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