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Capítulo 4





 

Volvamos al día que recibí la carta. Alexandrine quería saber mis intenciones. ¿Adónde pensaba ir? ¿A casa de mi hija? Sin duda alguna, esa hubiera sido la decisión más sensata. ¿Cuándo pensaba marcharme? ¿Podía ayudarme en algo? En cuanto a ella, seguro que encontraba otro local en el nuevo bulevar, eso no le preocupaba. Quizá le llevara algún tiempo, pero tenía suficiente energía para empezar de nuevo, aunque no estuviera casada. Por otra parte, habría estado bien que la gente dejara de importunarle sobre ese asunto, no le molestaba en absoluto ser una solterona, tenía sus flores y me tenía a mí.

Yo la escuchaba, como siempre había hecho. Me había acostumbrado a su voz aguda, incluso me resultaba agradable. Cuando, al fin, guardó silencio, le dije con suavidad que no tenía intención de marcharme. Alexandrine contuvo una exclamación. «No ‑continué, insensible a su confusión que iba en aumento ‑, me quedaré aquí». Entonces, Armand, le expliqué lo que esta casa significaba para usted. Le conté que usted había nacido aquí, como su padre y el padre de su padre. Que esta casa tenía cerca de ciento cincuenta años y había visto pasar generaciones de Bazelet. Solo la familia Bazelet había vivido entre estas paredes, que se erigieron en 1715, cuando se hizo la calle Childebert.

Durante estos últimos años, Alexandrine me ha preguntado por usted a menudo, ya le había enseñado las dos fotografías suyas de las que no me separo jamás. Una, en la que usted yace en su lecho de muerte, y otra, la última de nosotros juntos, la que nos hicimos pocos años antes de su muerte. Su mano descansa en mi hombro, tiene un aspecto tremendamente solemne; yo llevo puesto un vestido abotonado y estoy sentada delante de usted.

Alexandrine sabe que era alto y de buena planta, con el pelo castaño, ojos oscuros, y que tenía unas manos magníficas. Le he dicho lo encantador que era, delicado aunque muy fuerte, y que su amable risa me colmaba de alegría. Le he contado que me escribía poemitas y los dejaba debajo de la almohada o entre los lazos y los broches, y cuánto me complacían. Le he hablado de su fidelidad y honestidad y de que jamás le oí decir una mentira. Recordé su enfermedad, cómo apareció en nuestra vida para anclarse en ella, igual que un insecto que roe una flor, poco a poco.

Esa noche, por primera vez le expliqué que la casa había sido para usted una fuente de esperanza durante esos años terribles. Usted no podía imaginar, ni por un instante, abandonarla, porque la casa lo protegía. Y a día de hoy, diez años después de su muerte, la casa ejerce ese mismo influjo sobre mí. «¿Comprende ahora ‑le dije‑ que estas paredes tienen mucha más importancia para mí que cualquier suma de dinero que me pague la prefectura?».

Como siempre que mencionaba el nombre del prefecto, di rienda suelta a mi desprecio más mordaz. El prefecto había arrasado la isla de la Cité, había destruido seis iglesias y reventado el Barrio Latino, todo eso a cambio de unas líneas rectas, unos bulevares interminables y monótonos; a cambio de un montón de edificios grandes, de color amarillo mantequilla, idénticos unos a otros; una horrorosa combinación de vulgaridad y lujo superficial. Un lujo y una vacuidad con los que se complacía el emperador y que yo aborrezco.

Alexandrine entró al trapo, igual que siempre. ¿Cómo era posible que yo no entendiera que las grandes obras que se llevaban a cabo en nuestra ciudad eran necesarias? El prefecto y el emperador habían imaginado una ciudad limpia y moderna, con un alcantarillado adecuado, iluminación pública y agua sin gérmenes. ¿Cómo podía yo no darme cuenta y negar el progreso y la salubridad? Se trataba de vencer los problemas sanitarios, de erradicar el cólera. Cuando mencionó esa palabra, ¡ay, amor mío!, pestañeé; no obstante, guardé silencio, pero se me desbocó el corazón. Alexandrine no paraba: los nuevos hospitales, las nuevas estaciones de ferrocarril, la construcción de un nuevo palacio de la ópera, el ayuntamiento, los parques y la anexión de los barrios, ¿cómo podía ser yo tan ciega? ¿Cuántas veces utilizó la palabra «nuevo»?

Después de un rato, dejé de escucharla y acabó marchándose tan enojada como yo.

– Es demasiado joven para entender lo que me une a esta casa ‑dije, en el umbral de la puerta.

Alexandrine se mordió la lengua para no decir ni una palabra más. Sin embargo, yo sabía lo que quería responder. Podía oír flotando en el aire su frase muda: «Y usted, demasiado vieja».

Por supuesto, tenía razón. Soy demasiado vieja. Pero no lo suficiente para abandonar el combate. No lo bastante para no responder.

 

Date: 2015-12-13; view: 335; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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