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París, mayo de 2002 15 page





Me quité las sandalias y me tumbé en el mullido sofá beis. Sentí que el peso de aquel largo día caía sobre mí como plomo fundido. Cerré los ojos, pero el timbre del teléfono no tardó en devolverme a la vida real. Era mi hermana, que telefoneaba desde su oficina con vistas a Central Park. Me la imaginé sentada en su enorme escritorio, con las gafas de leer apoyadas en la punta de la nariz.

En pocas palabras le informé de que no había abortado.

– Oh, Dios mío ‑exclamó Charla‑. No lo has hecho.

– No he podido ‑admití‑. No he sido capaz. Casi podía verla por el teléfono, con esa sonrisa suya tan franca e irresistible.

– Eres una chica muy valiente ‑me felicitó‑. Estoy orgullosa de ti.

– Bertrand aún no lo sabe ‑repuse‑. No vuelve hasta esta noche. Debe de pensar que ya lo he hecho.

Una pausa transatlántica.

– Se lo vas a decir, ¿no?

– Desde luego. Tendré que hacerlo en algún momento.

Después de la conversación con mi hermana me quedé tumbada en el sofá durante un buen rato, con la mano sobre la tripa a modo de escudo protector. Poco a poco, sentí que recuperaba la vitalidad.

Como siempre, pensé en Sarah Starzynski, y en lo que sabía sobre ella. No había tenido necesidad de grabar a Gaspard Dufaure ni tomar notas. Llevaba escrito en mi mente la entrevista que había tenido lugar en…

 

 

***

… una casita coqueta en las afueras de Orleans, rodeada por primorosos arriates. Recordaba a la perfección el perro viejo y cachazudo al que le fallaba la vista…

… la señora menuda que cortaba verduras junto al fregadero y me saludó con la cabeza al entrar.

… la mano sembrada de venas azules con la que Gaspard Dufaure palmeaba la cabeza arrugada del perro, su voz áspera y, sobre todo, lo que me contó.

– Mi hermano y yo sabíamos que había habido problemas durante la guerra, pero aún éramos muy jóvenes y no comprendíamos del todo qué era lo que había pasado. Hasta que no murieron mis abuelos no supe, por mi padre, que Sarah Dufaure se llamaba en realidad Sarah Starzynski, y que era judía. Mis abuelos la tuvieron escondida durante todos esos años. Había algo triste en Sarah, no era una persona alegre ni extrovertida, y resultaba difícil comunicarse con ella. Nos habían contado que mis abuelos la habían adoptado porque durante la guerra perdió a sus padres, y eso era todo lo que sabíamos, pero resultaba obvio que era diferente. Cuando venía a la iglesia con nosotros, nunca movía los labios en el Padrenuestro. Nunca rezaba ni se acercaba a recibir la comunión, y se quedaba mirando la hostia consagrada con una expresión gélida que me ponía los pelos de punta. Mis abuelos se limitaban a sonreír y nos decían que la dejáramos en paz, y mis padres hacían lo mismo. Poco a poco, Sarah fue formando parte de nuestra vida, y se convirtió en la hermana mayor que nunca tuvimos. Cuando creció, se convirtió en una joven adorable y melancólica. Era muy seria y madura para su edad. A veces, después de la guerra, íbamos a París con mis padres, pero Sarah nunca quería venir con nosotros. Decía que odiaba París y que no quería volver allí en su vida.

– ¿Le habló alguna vez de su hermano o de sus padres?

Gaspard meneó la cabeza.

– Jamás. Me enteré de lo que le había pasado a su hermano gracias a que mi padre me lo contó hace cuarenta años. Pero mientras viví con ella, nunca lo supe.

Nathalie Dufaure nos interrumpió.

– ¿Qué le pasó a su hermano? ‑preguntó.

Gaspard Dufaure miró primero a su nieta, fascinada por su relato, y a continuación a su esposa, que no había dicho ni media palabra durante toda la conversación y que en ese momento lo miró con gesto benévolo.

– Te lo contaré en otro momento, Natou. Es una historia muy triste.

Hubo una pausa larga.

Monsieur Dufaure ‑le dije‑, necesito saber dónde está ahora Sarah Starzynski. Por eso he venido a verlo. ¿Podría ayudarme?

Gaspard Dufaure se rascó la cabeza y me lanzó una mirada interrogante.

– Lo que me gustaría saber, mademoiselle Jarmond ‑repuso él con una sonrisa irónica‑, es por qué esto es tan importante para usted.

 

 

***

El teléfono volvió a sonar. Era Zoë, desde Long Island. Lo estaba pasando muy bien, el tiempo era estupendo, se estaba poniendo morena, tenía una bici nueva y su primo Cooper era «guay», pero me echaba de menos. Le dije que yo también la extrañaba, y que estaría con ella en menos de diez días. Luego bajó la voz y me preguntó si había hecho algún progreso en mis pesquisas sobre Sarah Starzynski. No pude evitar sonreír al escuchar el tono tan serio en que me lo preguntó. Le respondí que sí, que había hecho avances y que pronto se los contaría.

– Pero mamá, ¿qué has averiguado? ‑musitó‑. Quiero saberlo. ¡Dímelo, anda!

– Está bien ‑dije, rindiéndome ante su entusiasmo‑. Hoy he hablado con un hombre que conoció bien a Sarah de joven. Me ha dicho que Sarah se marchó de Francia en 1952 y se fue a Nueva York, para trabajar de niñera con una familia americana.

Zoë soltó un gritito.

– ¿Quieres decir que está en Estados Unidos?

– Eso creo ‑le respondí.

Un breve silencio.

– ¿Y cómo vas a encontrarla aquí, mamá? ‑Su voz parecía ahora menos alegre‑. Estados Unidos es mucho más grande que Francia.

– Dios proveerá, cariño ‑le contesté con un suspiro. Le mandé un beso por el teléfono, le dije que la quería mucho y colgué.

 

 

***

«Lo que me gustaría saber, mademoiselle Jarmond, es por qué esto es tan importante para usted». En ese mismo momento, sin pensármelo, tomé la resolución de contarle a Gaspard Dufaure toda la verdad. Cómo había aparecido Sarah Starzynski en mi vida, cómo había descubierto su terrible secreto y qué relación tenía con mi familia política. También le expliqué que, ahora que conocía los acontecimientos del verano de 1942 (el Vel' d'Hiv', el campo de Beaune‑la‑Rolande), y ciertos acontecimientos privados (la muerte del pequeño Michel Starzynski en la vivienda de los Tézac), encontrar a Sarah se había convertido en un objetivo primordial, algo en lo que estaba dispuesta a poner todo mi empeño.

Gaspard Dufaure se quedó sorprendido ante mi obstinación. Encontrarla, por qué, para qué, me preguntó, sacudiendo el pelo gris. Yo le contesté: Para decirle que a nosotros sí nos importa, que no hemos olvidado. «Nosotros ‑repitió sonriendo‑. Dígame, ¿quiénes somos "nosotros", el pueblo francés?». Y entonces le respondí, algo molesta por su sonrisa: «No, yo, soy yo, me refiero a mí. Quiero decirle que lo lamento, que nunca olvidaré la redada, el campo de prisioneros, la muerte de Michel ni el tren a Auschwitz que se llevó a sus padres para siempre». «¿Qué tiene que lamentar usted, una americana? ‑continuó‑, sus compatriotas liberaron Francia en julio de 1944». No tenía nada de lo que arrepentirme, me dijo con una carcajada.

Lo miré directa a los ojos.

– Me arrepiento de no haberme enterado antes. Me arrepiento de haber estado cuarenta y cinco años sumida en la ignorancia.

Sarah se había marchado de Francia a finales de 1952, se había embarcado rumbo a América.

– ¿Por qué eligió Estados Unidos? ‑quise saber.

– Nos dijo que quería marcharse a un lugar que no estuviese contaminado por el Holocausto de la forma en que lo estaba Francia. Todos nos disgustamos mucho, sobre todo mis abuelos. La querían como a la hija que nunca tuvieron. Pero ella no lo dudó: se fue y nunca volvió. Al menos que yo sepa.

– ¿Y qué pasó con ella? ‑le pregunté. Sonaba igual que Nathalie, con el mismo entusiasmo y el mismo fervor.

Gaspard Dufaure se encogió de hombros y exhaló un profundo suspiro. Se levantó, seguido del viejo perro ciego. Su esposa había preparado más café, fuerte y cargado. Nathalie se había quedado callada, acurrucada en el sillón, mirándonos a su abuelo y a mí en silencio. Recordará todo esto, me dije. Lo recordará todo.

Su abuelo volvió a sentarse con un gruñido y me dio el café. Miró a su alrededor, a las fotografías descoloridas de la pared, los muebles desgastados. Volvió a rascarse la cabeza y suspiró. Nathalie y yo estábamos a la espera. Por fin habló.

No había vuelto a saber de Sarah desde 1955.

– Les escribió un par de cartas a mis padres. Al año siguiente, envió una tarjeta para anunciar su boda. Recuerdo que mi padre nos dijo que Sarah iba a casarse con un yanqui. ‑Gaspard sonrió‑. Estábamos muy contentos por ella. Pero después ya no hubo más llamadas ni llegaron más cartas, nunca más. Mis padres intentaron localizarla. Hicieron todo lo posible por dar con ella: llamaron a Nueva York, le escribieron cartas, le mandaron telegramas. También trataron de encontrar a su marido, pero nada. Sarah había desaparecido. Fue terrible para ellos. Durante años esperaron una señal, una llamada, una carta. Pero no recibieron nada. Luego mi abuelo murió a principios de los sesenta, y mi abuela le siguió pocos años después. Creo que los dos tenían roto el corazón.

– ¿Sabe que sus abuelos podrían recibir el título de «Justos entre las Naciones»? ‑le dije.

– ¿Y eso qué es? ‑preguntó, perplejo.

– El Instituto Yad Vashem de Jerusalén condecora con esa medalla a aquellos gentiles que salvaron judíos durante la guerra. También se puede obtener a título póstumo.

Gaspard se aclaró la garganta, y apartó la mirada de mí.

– Encuéntrela. Por favor, encuéntrela, mademoiselle Jarmond. Dígale que la echo de menos. Y mi hermano Nicolas también. Dígale que le enviamos todo nuestro cariño.

Antes de marcharme, me entregó una carta.

– Mi abuela le escribió esto a mi padre, después de la guerra. Tal vez quiera echarle un vistazo. Puede devolvérsela a Nathalie cuando la haya leído.

 

M ás tarde, en casa, sola, descifré aquella caligrafía antigua. Según lo leí, me eché a llorar. Me las arreglé para calmarme, me sequé las lágrimas y me soné la nariz.

Después llamé a Edouard y le leí la carta por teléfono. Me dio la impresión de que se echó a llorar, pero que hacía todo lo posible para convencerme de lo contrarío. Me dio las gracias con un nudo en la garganta y colgó.

 

8 de septiembre de 1946

Alain, querido hijo mío:

Cuando Sarah volvió la semana pasada después de pasar el verano contigo y con Henriette, tenía las mejillas rosadas… y sonreía. Jules y yo nos sorprendimos mucho, y también nos emocionamos. Sarah piensa escribirte personalmente para darte las gracias, pero yo quería decirte lo agradecida que te estoy por tu ayuda y tu hospitalidad. Como sabes, estos últimos cuatro años han sido espantosos. Cuatro años de cautiverio de miedo y de privaciones para todos nosotros y para nuestro país. Cuatro años que nos han pasado factura a Jules y a mí, pero sobre todo a Sarah. Creo que nunca superará lo que ocurrió el verano de 1942, cuando la llevamos a su casa del Marais. Sé que aquel día algo se rompió en su interior.

Nada de esto ha sido fácil, y tu apoyo ha resultado inestimable. Esconder a Sarah del enemigo y mantenerla a salvo desde aquel largo verano hasta el armisticio final ha sido terrible, pero ahora tiene una familia. Nosotros somos su familia, y tus hijos, Gaspard y Nicolas, son sus hermanos. Ella es una Dufaure y ahora lleva nuestro apellido.

Sé que ella nunca lo olvidará. Sus mejillas rosadas y su sonrisa esconden una gran dureza. No es como las demás chicas de catorce años. Es como una mujer, adulta y amargada. A veces parece mayor que yo. Nunca menciona a su familia ni mucho menos a su hermano, pero sé que siempre los lleva en el corazón. Va al cementerio un día a la semana, y a veces incluso más, para visitar la tumba de su hermano. Prefiere acudir sola, y se niega a que yo la acompañe. A veces la sigo, sólo para asegurarme de que no le pasa nada. Cuando llega, se sienta ante la pequeña lápida y se queda muy quieta. Puede pasar así horas, sujetando esa llave de latón que siempre lleva encima, la llave del armario donde murió su pobre hermanito. Cuando vuelve a casa tiene el gesto serio y frío. Le cuesta mucho hablar, comunicarse conmigo. Intento darle todo mi cariño, pues ella es la hija que nunca tuve.

Nunca habla de Beaune‑la‑Rolande. Si alguna vez pasamos cerca del pueblo, palidece, vuelve la cabeza y cierra los ojos. Me pregunto si algún día el mundo sabrá, si saldrá a la luz todo lo que ha ocurrido aquí, o si seguirá siendo un secreto para siempre, enterrado en un pasado oscuro y turbulento.

Durante el año pasado, después de acabar la guerra, Jules se acercó a menudo al Lutétia, acompañado a veces por Sarah, para informarse sobre la gente que regresaba de los campos de concentración. Lo hacía albergando grandes esperanzas, como todos. Pero ahora ya sabemos la verdad. Sus padres nunca volverán: los mataron en Auschwitz en aquel terrible verano de 1942.

En ocasiones me pregunto cuántos niños como ella han pasado por ese infierno y han sobrevivido, y ahora tienen que seguir adelante sin sus seres queridos. ¡Cuánto sufrimiento, cuánto dolor! Sarah ha tenido que renunciar a todo lo que era: su familia, su apellido, su religión. Jamás hablamos de ello, pero sé cuán profundo es el vacío que siente y qué pérdida tan cruel ha sufrido. A menudo habla de marcharse de Francia y empezar de nuevo en algún otro lugar, lejos de todo lo que ha conocido y experimentado. Aún es demasiado joven y frágil para dejar la granja, pero ese día llegará tarde o temprano: Jules y yo sabemos que deberemos dejarla marchar.

Sí, la guerra ha terminado, al fin se acabó, pero para tu padre y para mí nada volverá a ser lo mismo. La paz ha dejado un regusto amargo, y el futuro es incierto. Los acontecimientos sobrevenidos han transformado la faz del mundo, y también la de Francia. Nuestro país aún sigue recuperándose de sus años más oscuros. ¿Lo conseguirá algún día? Ésta es otra Francia que ya no reconozco. Ahora soy vieja, y sé que mis días están contados; pero Sarah, Gaspard y Nicolas aún son jóvenes, y tendrán que vivir en esta nueva Francia. Me da pena por ellos, y temo lo que se avecina.

Mi querido hijo, no pretendía que ésta fuera una carta tan triste, pero al final me ha salido así, y lo siento de veras. Tengo que atender el huerto y dar de comer a las gallinas, así que me despido. Deja que te dé las gracias otra vez por todo lo que habéis hecho por Sarah. Que Dios os bendiga a los dos, por vuestra generosidad y vuestra entrega, y que Dios bendiga a vuestros hijos.

Tu madre, que te quiere,

Geneviève

 

Otra llamada de teléfono. El móvil. Debería haberlo apagado. Era Joshua, lo cual me sorprendió, porque no solía llamar tan tarde.

– Te he visto en las noticias, tesoro ‑me dijo‑. Estabas muy guapa. Un poco pálida, pero llena de glamour.

– ¿Las noticias? ‑le pregunté‑. ¿Qué noticias?

– Pues he encendido la tele para ver las noticias de las ocho en la TF 1, y ahí que aparece mi Julia, justo debajo del Primer Ministro.

– Ah, ya, la ceremonia del Vel' d'Hiv'.

– Un buen discurso, ¿no crees?

– Muy bueno.

Una pausa. Escuché el clic de su mechero cuando se encendió un Marlboro Mild, el de la cajetilla plateada, de esos que sólo se encuentran en Estados Unidos. Me pregunté qué quería decirme. Normalmente era directo. Muy directo.

– ¿Qué pasa, Joshua? ‑le pregunté con cautela.

– Nada, la verdad. Sólo te llamaba para decirte que has hecho un buen trabajo. Tu artículo sobre el Vel' d'Hiv' está dando mucho que hablar. Sólo quería decírtelo. Las fotos de Bamber son geniales, también. Los dos lo habéis hecho de vicio.

– Ah ‑contesté‑. Gracias.

Pero sabía que había algo más.

– ¿Nada más? ‑añadí.

– Hay un detalle que me preocupa.

– Dispara ‑le dije.

– A mi juicio, falta algo. Tienes a los supervivientes, a los testigos, al viejo de Beaune, etc. Todo eso está muy bien. Pero te has olvidado de algo. Los polis. Los polis franceses.

– ¿Y bien? ‑le pregunté, empezando a perder la paciencia‑. ¿Qué pasa con los polis franceses?

– Habría sido perfecto si hubieses hablado con un par de agentes de los que participaron en la redada, sólo para escuchar su versión de la historia. Aunque ahora sean viejos. ¿Qué les contaron a sus hijos? ¿Lo llegaron a saber sus familias?

Tenía razón, desde luego. No se me había pasado por la cabeza. Me calmé un poco y no dije nada. Joshua me había chafado.

– Oye, Julia, no pasa nada ‑me dijo con una carcajada‑. Has hecho un gran trabajo. De todas formas, quizás esos policías no hubiesen querido hablar contigo. Apuesto a que no has encontrado gran cosa sobre ellos en tu investigación, ¿verdad?

– No ‑le respondí‑. Ahora que lo pienso, no hay nada sobre la policía francesa en todo lo que leí, salvo que estaban cumpliendo con su trabajo.

– Ya, cumpliendo con su trabajo ‑repitió Joshua‑, pero me habría gustado saber cómo pudieron vivir después con eso. Otra cosa: ¿qué hay de los tipos que condujeron los trenes de Drancy a Auschwitz? ¿Sabían lo que estaban transportando? ¿De verdad creían que era ganado? ¿Sabían adónde llevaban a aquella gente y qué les iba a pasar? ¿Y los conductores de los autobuses, qué sabían ellos?

Volvía a tener razón, por supuesto. Me quedé callada. Una buena periodista habría escarbado en aquellos temas tabú: la policía francesa, las líneas ferroviarias francesas, la red de autobuses francesa.

Pero me había obsesionado con los niños del Vel' d'Hiv'. Y con una niña en concreto.

– Julia, ¿estás bien? ‑me preguntó.

– De maravilla ‑mentí.

– Necesitas tiempo libre ‑afirmó‑. Tiempo para que te subas a un avión y vayas a casa.

– Eso es exactamente lo que tenía en mente.

 

 

***

La última llamada de la noche fue de Nathalie Dufaure. Estaba eufórica. Me imaginé el gesto de emoción en su cara aniñada y el brillo de sus ojos castaños.

– ¡Julia! He buscado entre los papeles del abuelo y la he encontrado. ¡He encontrado la tarjeta de Sarah!

– ¿La tarjeta de Sarah? ‑repetí. Me había perdido.

– La tarjeta que envió para decir que iba a casarse, su última carta. En ella dice el nombre de su marido.

Agarré un bolígrafo y busqué un trozo de papel, pero fue en vano, así que decidí utilizar el dorso de la mano como libreta.

– ¿Y se llama…?

– Escribió para decir que iba a casarse con Richard J. Rainsferd. ‑Deletreó el apellido‑. La tarjeta está fechada el 15 de marzo de 1955. No hay ninguna dirección. Nada más, sólo eso.

– Richard J. Rainsferd ‑repetí, escribiendo en mayúsculas sobre mi piel.

Le di las gracias a Nathalie, le prometí que la mantendría informada de cualquier novedad, y marqué el número de Charla en Manhattan. Lo cogió su secretaria, Tina, que me dijo que esperara un momento. Después oí la voz de Charla.

– ¿Tú otra vez, cariño?

Fui directa al grano.

– ¿Cómo se puede localizar a alguien en Estados Unidos?

– En la guía de teléfonos ‑respondió.

– ¿Así de fácil?

– Hay otros métodos ‑respondió enigmáticamente.

– ¿Y si se trata de alguien desaparecido desde 1955?

– ¿Tienes un número de la Seguridad Social, una matrícula o al menos una dirección?

– No. Nada.

Silbó entre dientes.

– Entonces, va a ser complicado. No sé si funcionará; no obstante, lo intentaré. Tengo un par de amigos que quizá puedan ayudarme. Dime el nombre.

En ese momento oí un portazo en la entrada, y el tintineo de unas llaves tiradas en la mesa. Mi marido estaba de vuelta de Bruselas. ‑Volveré a llamarte ‑susurré a mi hermana, y colgué.

 

B ertrand entró en el salón. Se le veía tenso, pálido, demacrado. Se me acercó y me rodeó con los brazos. Sentí su barbilla encima de la cabeza.

Pensé que debía decírselo cuanto antes.

– No lo he hecho.

Apenas se movió.

– Lo sé ‑respondió‑. Me ha llamado la doctora.

Le aparté de mí.

– No he sido capaz, Bertrand.

Puso una sonrisa extraña, de desesperación. Se acercó a la bandeja que había detrás de la ventana, donde guardábamos los licores, y se sirvió una copa de coñac. Le vi beber deprisa, echando la cabeza hacia atrás. Era un gesto feo que me irritaba.

– Y ahora, ¿qué? ‑preguntó, soltando el vaso‑. ¿Qué hacemos ahora?

Intenté esbozar una sonrisa, pero me di cuenta de que me salió falsa y desangelada. Bertrand se sentó en el sofá, se aflojó la corbata y se desabrochó los dos primeros botones de la camisa. A continuación dijo:

– No soporto la idea de tener este hijo, Julia. He intentado decírtelo, y no me has hecho caso.

Percibí algo en su voz que me hizo mirarlo con más detenimiento. Parecía vulnerable, acabado. Durante una fracción de segundo me pareció ver la cara fatigada de Edouard Tézac, la misma expresión que tenía en el coche cuando me habló de Sarah.

– No puedo impedir que tengas este bebé, pero quiero que sepas que no puedo aceptarlo. Tener ese hijo va a destruirme.

Yo habría querido mostrar compasión, ya que Bertrand parecía perdido e indefenso, pero me invadió un inesperado arrebato de rencor.

– ¿Destruirte? ‑repetí.

Bertrand se levantó y se sirvió otra copa. Aparté la mirada para no ver cómo se la bebía de un trago.

– ¿Has oído hablar de la crisis de la mediana edad, mon amour? A vosotros, los americanos, os encanta esa expresión. Has estado tan enfrascada en tu trabajo, tus amigos y tu hija que ni siquiera te has dado cuenta de que yo la estoy atravesando. Lo cierto es que no te importa, ¿verdad?

Me quedé mirándolo, sorprendida.

Se tumbó en el sofá, despacio, con cuidado, mirando al techo. Sus gestos eran lentos, comedidos. De pronto, me encontré contemplando a un marido viejo. El joven Bertrand había desaparecido. Siempre había sido triunfalmente juvenil, vibrante, enérgico. La clase de persona incapaz de estar mano sobre mano, activo, optimista, rápido, vivaz. El hombre al que estaba observando era como el fantasma de su personalidad anterior. ¿En qué momento había ocurrido? ¿Cómo no me había dado cuenta?

Bertrand y su risa contagiosa, sus chistes, su descaro. ¿De verdad que es tu marido?, me preguntaba la gente, fascinada por su magnetismo. Bertrand monopolizaba la conversación en todas las cenas sin que a nadie le importara, porque era fascinante. La forma en que Bertrand te miraba parpadeando con esos irresistibles ojos azules y esa truhanesca sonrisa casi diabólica.

Pero aquella noche no quedaba en él nada de tensión ni firmeza. Era como si se hubiera rendido, y allí estaba sentado, flácido y mustio. Tenía los ojos tristes y los párpados caídos.

– Tú no te has dado cuenta de lo que me estaba pasando, ¿verdad?

Su voz sonaba plana, monótona. Me senté a su lado y le acaricié la mano. ¿Cómo podía confesarle que no me había dado cuenta y explicarle lo culpable que me sentía?

– ¿Por qué no me lo has dicho antes, Bertrand?

Torció hacia abajo las comisuras de los labios.

– Lo he intentado, pero no me ha servido de nada.

– ¿Por qué?

Su gesto se endureció y dejó escapar una risa breve y seca.

– Porque no quieres escucharme, Julia.

En ese momento me di cuenta de que tenía razón. Aquella horrible noche, cuando su voz se volvió tan ronca y me confesó que su mayor miedo era envejecer. Cuando me di cuenta de que era frágil, mucho más frágil de lo que había imaginado jamás. Y yo miré para otro lado molesta y disgustada por sus palabras. Y él se dio cuenta pero no se atrevió a decirme lo mal que le había hecho sentir.

No dije nada, y me quedé sentada a su lado, agarrándole la mano. Me di cuenta de la ironía de la situación. Un marido deprimido. Un matrimonio en crisis. Un bebé en camino.

– ¿Por qué no salimos a comer algo, abajo, al Select, o a la Rotonde? ‑le pregunté con dulzura‑. Podemos hablar allí.

Se levantó con cierto esfuerzo.

– Mejor otro día. Estoy molido.

Caí en la cuenta de que en los últimos meses había estado fatigado con frecuencia. Demasiado cansado para ir al cine, para salir a correr alrededor del Jardín de Luxemburgo, para llevar a Zoë a Versalles un domingo por la tarde. Demasiado cansado para hacer el amor. Hacer el amor… ¿Cuándo había sido la última vez? Semanas atrás. Lo vi marcharse del salón caminando con pesadez. Había engordado, pero yo tampoco había reparado en eso. Bertrand cuidaba mucho su aspecto. «Has estado tan enfrascada en tu trabajo, tus amigos y tu hija que ni siquiera te has dado cuenta. No me haces caso, Julia». Me sentí avergonzada. Tenía que afrontar la verdad: Bertrand no había formado parte de mi vida en las últimas semanas, aun compartiendo la misma cama y viviendo bajo el mismo techo. No le había hablado de Sarah Starzynski ni de mi nueva relación con Edouard. Había alejado a Bertrand de todo lo que era importante para mí, lo había apartado de mi vida, y lo más irónico era que ahora llevaba en mi vientre a su hijo.

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