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París, mayo de 2002 2 page





Al sonido de su voz empezaron a abrirse postigos, y hubo rostros que observaron por detrás de las cortinas.

Pero la chica se dio cuenta de que nadie se movía, nadie decía nada. Se limitaban a mirar.

La madre se paró en seco, con la espalda encorvada por los sollozos. Los hombres le dieron un empujón para que siguiera andando.

Los vecinos observaban en silencio. Hasta el profesor de música permaneció en un mutismo absoluto.

De pronto, la madre se giró y chilló a pleno pulmón. Gritó el nombre de su marido, tres veces.

Los hombres la sujetaron por los hombros y la sacudieron con fuerza. Se le cayeron las bolsas y los bultos. La chica intentó detenerles, pero la apartaron de un empujón.

Apareció un hombre en la entrada, un hombre flaco, con la ropa arrugada, sin afeitar, los ojos rojos y cansados. Atravesó el patio caminando con la espalda erguida.

Cuando alcanzó a los dos hombres les dijo quién era. Tenía un fuerte acento, como el de la mujer.

Llévenme con mi familiadijo.

La chica entrelazó sus dedos con los de su padre.

Estoy a salvo, pensó. Estaba a salvo con su madre y con su padre. Aquello no iba a durar mucho. Se trataba de la policía francesa, no de los alemanes. Nadie iba a hacerles daño.

Pronto estarían de vuelta en casa, y mamá prepararía el desayuno. Y su hermano pequeño podría salir de su escondite. Y papá caminaría calle abajo, hacia el almacén donde trabajaba de capataz y, junto con sus compañeros, fabricaba entrones, bolsos y billeteras, y todo sería igual. La cosa volvería a ser segura, muy pronto.

En el exterior ya se había hecho de día. La angosta calle estaba desierta. La chica volvió la mirada a su edificio, a los rostros silenciosos de las ventanas, a la concierge, que abrazaba a la pequeña Suzanne.

El profesor de música levantó la mano despacio, en un gesto de despedida.

Ella le devolvió el saludo, sonriente. Todo iba a ir bien. Iba a volver. Todos iban a volver.

Pero el profesor parecía afligido.

Por su rostro corrían lágrimas; lágrimas silenciosas de impotencia y vergüenza que ella no alcanzaba a comprender.

 

G rosero? A tu madre le encanta ‑dijo Bertrand riendo entre dientes y guiñándole un ojo a Antoine‑. ¿Verdad, mi amor? ¿Verdad, chérie?

Empezó a dar vueltas por la sala de estar chasqueando los dedos al ritmo de la canción de West Side Story.

Me sentí idiota, estúpida, delante de Antoine. ¿Por qué disfrutaba Bertrand dejándome como la americana despectiva y llena de prejuicios que siempre critica a los franceses? ¿Y por qué yo me quedaba parada y le dejaba seguir con ello? En su momento resultaba divertido. Al principio de nuestro matrimonio era un chiste clásico, una de esas bromas con las que nuestros amigos, tanto americanos como franceses, se desternillaban de risa. Al principio.

Sonreí, como de costumbre. Pero aquel día mi sonrisa debió de parecer un tanto forzada.

– ¿Has ido a ver a Mamé últimamente? ‑pregunté.

Bertrand ya estaba ocupado tomando medidas a algo.

– ¿Qué?

– Mamé ‑repetí con paciencia‑. Supongo que le gustaría verte. Para hablar del apartamento.

Sus ojos se encontraron con los míos.

– No tengo tiempo, amour. ¿Vas tú?

Una mirada suplicante.

– Bertrand, yo voy todas las semanas, ya lo sabes.

Bertrand suspiró.

– Es tu abuela ‑le dije.

– Y ella te quiere, l'Américaine ‑dijo con una sonrisa‑. Igual que yo, bebé [7].

Se me acercó para darme un suave beso en los labios.

La americana. «Así que tú eres la americana», dijo Mamé, muchos años atrás, en esa misma habitación, estudiándome de arriba abajo con sus ojos grises. L'Américaine. Qué americana me hizo sentir aquello, con mi pelo cortado a capas, mis zapatillas de deporte y mi sonrisa saludable. Y qué francesa en su quintaesencia era aquella mujer de setenta años, con su espalda recta, su nariz aristocrática, su moño impecable y su mirada sagaz. Y, sin embargo, Mamé me cayó bien desde el principio. Tenía una risa gutural que te hacía dar un respingo, y un mordaz sentido del humor.

Tiempo después tuve que reconocer que, ese mismo día, me cayó mejor que los padres de Bertrand, que aún me hacen sentir como «la americana» a pesar de llevar veinticinco años viviendo en París, quince casada con su hijo, y de haber traído al mundo a su nieta, Zoë.

Cuando bajábamos, encarada de nuevo con la desagradable imagen del espejo del ascensor, se me ocurrió de pronto que ya había aguantado bastante las puyas de Bertrand, a las que respondía siempre encogiéndome de hombros de buen humor.

Y ese mismo día, por alguna oscura razón, fue la primera vez en que pensé que ya estaba harta.

 

L a chica permaneció pegada a sus padres. Bajaron toda la calle con el hombre del gabán beis apremiándolas. ¿Adónde vamos?, se preguntaba la niña. ¿Por qué tienen tanta prisa? Les dijeron que entraran en un taller. Ella reconocía el camino, no estaba lejos de donde vivía y del lugar donde trabajaba su padre.

En el taller había operarios encorvados sobre los motores, con monos azules manchados de grasa. Los miraron en silencio. Nadie dijo nada. Después la chica reparó en un gran grupo de gente que aguardaba en el garaje, con bolsos y cestos en el suelo. Advirtió que la mayoría eran mujeres y niños. A algunos de ellos los conocía de vista, pero nadie se atrevía a saludar. Un momento después aparecieron dos policías y empezaron a decir nombres. El padre de la chica levantó la mano cuando oyó el suyo.

La chica miró a su alrededor. Vio a un chico que conocía de la escuela, Léon. Parecía cansado y asustado. Ella le sonrió, para decirle que todo iba a ir bien, que pronto todos podrían irse a casa. Esto no duraría mucho, pronto los mandarían de vuelta. Pero Léon la miró como si estuviera loca. Ella agachó la cabeza con las mejillas rojas. Quizás estaba equivocada, pensó, mientras el corazón le latía con fuerza. Tal vez las cosas no iban a ir como ella creía. Se sintió ingenua y estúpida, como una cría.

Su padre se inclinó para decirle algo. La barbilla sin afeitar le hizo cosquillas en la oreja. Pronunció el nombre de la chica y le preguntó dónde estaba su hermano. Ella le enseñó la llave. Su hermanito se encontraba a salvo en el armario secreto, le murmuró orgullosa de sí misma. Allí estaba seguro.

El padre abrió los ojos como platos y la agarró del brazo. Pero no pasa nada, dijo ella, allí estará bien. Es un armario muy profundo, y hay aire de sobra para respirar. Y tiene agua y una linterna. Estará bien, papá. No lo entiendes, respondió el padre. No lo entiendes. Y para consternación de la niña, a su padre se le llenaron los ojos de lágrimas.

Ella le tiró de la manga. No soportaba ver a su padre llorando.

Papále dijo ‑, vamos a volver a casa, ¿verdad? En cuanto digan todos nuestros nombres volveremos a casa, ¿no?

Norespondió él ‑. No vamos a volver. No nos van a dejar.

Sintió que algo frío y horrible la atravesaba. De nuevo recordó lo que había oído cuando espiaba los rostros de sus padres desde la puerta, su miedo, su angustia en mitad de la noche.

¿Qué quieres decir, papá? ¿Adónde vamos? ¿Por qué no vamos a volver a casa? ¡Dímelo! ¡Dímelo!

Casi gritó estas últimas palabras.

Su padre la miró. Volvió a decir su nombre, muy despacio. Aún tenía los ojos húmedos, y lágrimas en la punta de las pestañas. El padre le apoyó la mano en la nuca.

Sé valiente, cariño. Sé todo lo valiente que puedas.

La chica no podía llorar. Su miedo era tan grande que parecía engullirlo todo, como si hubiera absorbido todas sus emociones, como una monstruosa y potente aspiradora.

Pero le he prometido que volveríamos, papá. Se lo he prometido.

La chica vio que su padre había empezado a sollozar de nuevo y que ya no la escuchaba. Estaba envuelto en su propia tristeza, en su propio miedo.

Los mandaron a todos fuera. La calle estaba vacía, salvo por unos autobuses en fila junto a las aceras. Eran los autobuses que la chica, su madre y su hermano cogían para moverse por la ciudad, los normales, los de todos los días, verdes y blancos, con plataforma en la parte trasera.

Les ordenaron que subieran a los vehículos, y les empujaron a unos contra otros. La chica volvió a buscar los uniformes de color caqui y ese idioma cortante y gutural que había aprendido a temer, pero sólo eran policías. Gendarmes franceses.

A través del polvoriento cristal del autobús reconoció a uno de ellos, un joven pelirrojo que solía ayudarla a cruzar la calle cuando volvía a casa de la escuela. Golpeó el cristal para llamar su atención. Cuando los ojos del policía se cruzaron con los de ella, él apartó la mirada de inmediato. Parecía avergonzado, casi enfadado. Ella se preguntó por qué. Mientras los empujaban hacia los autobuses, un hombre protestó y recibió un empellón aún más fuerte. Un policía gritó que dispararía si alguien intentaba escapar.

La chica contempló con languidez cómo pasaban los edificios y los árboles. Sólo podía pensar en su hermano, que le esperaba en el armario de una casa vacía. Era incapaz de olvidarse de él. Cruzaron un puente y vio brillar el Sena. ¿Adónde iban? Papá no lo sabía. Nadie lo sabía. Todos tenían miedo.

El estruendo de un trueno asustó a todos. Empezó a llover tan fuerte que el autobús tuvo que parar. La chica oía el repiqueteo del agua en el techo del vehículo. El chubasco duró poco. Pronto el autobús reanudó su marcha, haciendo sisear sus ruedas sobre el empedrado, brillante por la lluvia. Salió el sol.

El autobús se detuvo y todos se apearon, cargados con bultos, maletas y niños que lloraban. La chica no conocía esa calle. Nunca había estado allí. Al otro extremo de la carretera se veía el metro elevado.

Los condujeron a un edificio grande y descolorido. En la fachada había algo escrito con letras enormes y negras, pero no lo entendió. Vio que la calle entera estaba llena de familias como la suya, que bajaban de otros autobuses mientras la policía les gritaba. Y seguía siendo la policía francesa.

Mientras agarraba con fuerza la mano de su padre, la empujaron bruscamente hacia un enorme estadio cubierto. En el centro había multitud de gente, y también en los duros asientos de hierro de las galerías. ¿Cuánta gente? No lo sabía. Cientos. Y seguían llegando. La chica miró ha cia el inmenso tragaluz azul, diseñado en forma de cúpula. Un sol despiadado brillaba a través de él.

Su padre encontró un sitio para que se sentaran. La chica observaba el continuo goteo de gente que engrosaba la multitud. El ruido cada vez era mayor, un zumbido constante de miles de voces, llantos de niño, lamentos de mujer. El calor se hacía insoportable, más sofocante conforme el sol se elevaba en el cielo. Cada vez había menos sitio y estaban más apiñados. Ella miró a los hombres, las mujeres y los niños, sus rostros cansados, sus miradas asustadas.

Papádijo, ¿cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?

No lo sé, tesoro.

¿Por qué estamos aquí?

La chica se llevó la mano a la estrella amarilla cosida en la parte delantera de su blusa.

Es por esto, ¿verdad?preguntó ‑. Todos llevan una.

Su padre esbozó una sonrisa triste, patética.

contestó ‑. Es por eso.

La chica frunció el ceño.

No es justo, papáse quejó ‑. ¡No es justo!

El padre la abrazó y repitió su nombre con ternura.Sí, preciosa mía, tienes razón. No es justo. La chica apoyó la mejilla sobre la estrella que llevaba su padre en la solapa de la chaqueta. Un mes atrás, aproximadamente, su madre había cosido las estrellas en la ropa de toda la familia, excepto en la de su hermano pequeño. Antes de eso les habían sellado la palabra «judío» o «judía» en las tarjetas de identifi cación. Y luego les dijeron todas las cosas que de repente ya no podían hacer, como jugar en el parque, montar en bicicleta, ir al cine, al teatro, a los restaurantes, a la piscina. Ya tampoco se les permitía tomar prestados libros de la biblioteca.

La chica había visto los letreros que aparecían por todas partes: «Prohibida la entrada a judíos». Y en la puerta del taller donde trabajaba su padre un gran letrero rojo rezaba: «Empresa judía». Mamá tenía que comprar después de las cuatro de la tarde, cuando por culpa del racionamiento ya no quedaba nada en las tiendas. Les tocaba viajar en el último vagón del metro. Y debían estar en casa para el toque de queda y no salir hasta por la mañana. ¿Había algo que aún les dejaran hacer? Nada, pensó la niña. Nada.

Injusto. Muy injusto. ¿Por qué? ¿Por qué ellos? ¿Por qué estaba pasando todo eso? De repente, parecía que nadie podía darle una explicación.

 

J oshua ya estaba en la sala de reuniones, bebiendo el café aguado que tanto le gustaba. Entré deprisa y me senté entre Bamber, director de fotografía, y Alessandra, responsable de reportajes.

La sala daba a la ajetreada calle Marbeuf, a tiro de piedra de los Campos Elíseos. No era mi zona favorita de París (demasiado abarrotada y chillona), pero me había acostumbrado a acudir todos los días bajando la avenida, por las amplias y polvorientas aceras que estaban atestadas de turistas a cualquier hora del día y en cualquier época del año.

Llevaba seis años escribiendo para el semanario americano Seine Scenes. Publicábamos una edición en papel y una versión en línea. Normalmente escribía sobre cualquier acontecimiento de interés para la audiencia americana afincada en París. Se trataba de «Color local», que lo abarcaba todo entre la vida social y cultural: espectáculos, películas, restaurantes, libros, y las elecciones presidenciales francesas, que estaban a la vuelta de la esquina.

La verdad es que era un trabajo duro. Andábamos con plazos ajustados, y Joshua era un tirano. Me caía bien, pero era un tirano, el típico jefe al que no le importan nada las vidas privadas, los matrimonios ni los hijos. Si alguna se quedaba embarazada, la trataba como a un cero a la izquierda. Si a alguien se le ponía enfermo un hijo, le fulminaba con la mirada. Pero tenía buen ojo, excelentes dotes de editor y un misterioso don para cronometrar el tiempo a la perfección. Todos le hacíamos reverencias. Nos quejábamos de él cada vez que se daba la vuelta, pero aun así nos arrastrábamos a sus pies. Cincuentón, neoyorquino de pura cepa que llevaba diez años en París, Joshua tenía un aspecto engañosamente apacible. Tenía la cara alargada y los ojos caídos, pero en el momento en que abría la boca, él mandaba. Todo el mundo escuchaba a Joshua, y nadie le interrumpía nunca.

Bamber era de Londres y tenía cerca de treinta años. Medía más de metro ochenta y llevaba unas gafas tintadas en púrpura, varios pírsines, y se teñía el pelo de naranja. Poseía un maravilloso humor británico que me resultaba irresistible, pero que Joshua raras veces captaba. Yo sentía debilidad por Bamber. Era un colega discreto y eficiente. También resultaba un magnífico puntal cuando Joshua tenía un mal día y descargaba su ira contra todos nosotros. Bamber era un valioso aliado.

Alessandra tenía sangre italiana, piel tersa, y una ambición desmedida. Era una chica guapa, con rizos negros y lustrosos y la típica boca húmeda y carnosa que vuelve idiotas a los hombres. Era incapaz de decidir si me caía bien o mal. Tenía la mitad de mis años y ya ganaba casi lo mismo que yo, aunque mi nombre aparecía por encima del suyo en la cabecera.

Joshua repasó la lista de asuntos pendientes. Había que hacer un artículo de peso sobre las elecciones presidenciales, un tema candente desde la controvertida victoria de Jean‑Marie Le Pen en la primera vuelta. No me entusiasmaba escribirlo, y en el fondo me alegró que se lo asignaran a Alessandra.

– Julia ‑dijo Joshua mirándome por encima de las gafas‑, éste te viene de perlas: el sexagésimo aniversario del Vel' d'Hiv'.

Me aclaré la garganta. ¿Qué había dicho? Sonaba como «veldiv». Me quedé en blanco. Alessandra me miró con condescendencia.

– El 16 de julio de 1942. ¿Te suena? ‑dijo ella. A veces la odiaba cuando ponía esa voz de doña Sabelotodo. Por ejemplo, hoy.

Joshua prosiguió.

– La gran redada del Velódromo de Invierno. Eso es lo que resume «Vel' d'Hiv'». Un famoso estadio cubierto donde se celebraban pruebas ciclistas. Allí estuvieron hacinadas miles de familias judías durante varios días en unas condiciones espantosas. Después los enviaron a Auschwitz y los gasearon.

Me sonaba, pero sólo vagamente.

– Sí ‑respondí con seguridad mirando a Joshua‑. Bien, ¿y entonces, qué?

Se encogió de hombros.

– Bueno, podrías empezar por buscar supervivientes del Vel' d'Hiv', o testigos. Luego, averigua en qué consiste la conmemoración, quién la organiza, dónde y cuándo va a tener lugar. Por último, los hechos: qué ocurrió exactamente. Ya verás que es un trabajo delicado. A los franceses no les gusta mucho hablar de Vichy, Pétain y todo eso. No es algo de lo que se enorgullezcan.

– Hay un hombre que puede ayudarte ‑dijo Alessandra, en tono algo menos condescendiente‑: Franck Lévy. Él fundó una de las asociaciones más importantes para ayudar a los judíos a encontrar a sus familiares tras el Holocausto.

– He oído hablar de él ‑repuse mientras anotaba su nombre. Y era verdad que lo conocía. Franck Lévy era un personaje público. Daba conferencias y escribía artículos sobre los bienes robados a los judíos y los horrores de la deportación.

Joshua se terminó otro café de un trago y añadió:

– No quiero artículos insulsos. Nada de sentimentalismos: hechos, testimonios. Y ‑miró a Bamber‑ fotos impactantes. Busca también material antiguo. No hay mucho disponible, como comprobarás, pero tal vez ese tal Lévy pueda ayudarte.

– Empezaré visitando el Vel' d'Hiv' ‑anunció Bamber‑. Echaré un vistazo.

Joshua sonrió con ironía.

– El Vel' d'Hiv' ya no existe. Lo destruyeron en el año 59.

– ¿Dónde estaba? ‑pregunté, aliviada por no ser la única ignorante.

Alessandra respondió una vez más:

– En la calle Nélaton. En el distrito XV.

– Aun así, podemos ir ‑dije mirando a Bamber‑. Tal vez quede gente en esa calle que recuerde lo que ocurrió.

Joshua se encogió de hombros.

– Podéis intentarlo ‑aceptó‑, pero no penséis que vais a encontrar a mucha gente dispuesta a hablar con vosotros. Como ya os he dicho, los franceses son muy susceptibles, y se trata de un asunto muy delicado. No olvidéis que quien arrestó a todas esas familias judías fue la policía francesa, no los nazis.

Escuchando a Joshua me di cuenta de lo poco que sabía sobre lo ocurrido en París en julio de 1942. No lo había estudiado en clase, cuando vivía en Boston. Y desde que me vine a París hace veinticinco años no había leído gran cosa sobre el tema. Era como un secreto, algo enterrado en el pasado. Algo que nadie mencionaba. Me moría por sentarme delante del ordenador y empezar a buscar en Internet.

En cuanto acabó la reunión, me fui a mi despacho, un cuchitril con vistas a la ruidosa calle Marbeuf. Trabajábamos en un espacio muy reducido, pero me había acostumbrado y no me importaba. En casa no tenía sitio para escribir. Bertrand me había prometido que en el apartamento nuevo tendría un despacho muy amplio para mí sola, mi propia oficina privada. Por fin. Sonaba demasiado bonito para ser cierto, un tipo de lujo al que tardaría un tiempo en acostumbrarme.

Encendí el ordenador, entré en Internet y luego en Google. Escribí: «vélodrome d'hiver vel' d'hiv'». Había muchas entradas. La mayoría estaba en francés, y algunas eran muy minuciosas.

Estuve trabajando toda la tarde. No hice más que leer, archivar información y buscar libros sobre la Ocupación y las redadas. Comprobé que muchos de esos libros estaban agotados, y me pregunté por qué. ¿Era porque nadie quería leer acerca del Vel'd'Hiv'? ¿O acaso porque ya no le importaba a nadie? Llamé a un par de librerías y me dijeron que iba a ser complicado conseguir esos volúmenes. «Por favor, inténtenlo», les pedí.

Cuando apagué el ordenador tenía un cansancio tremendo. Me dolían los ojos, y todo lo que había averiguado hacía que sintiera un gran peso en la cabeza y en el corazón.

Encerraron a más de cuatro mil niños judíos de entre dos y doce años en Vel' d'Hiv'. La mayoría de esos niños eran franceses, nacidos en Francia.

Ninguno regresó de Auschwitz.

 

E l día se hacía eterno, interminable, insoportable. Acurrucada junto a su madre, observaba cómo las familias a su alrededor iban perdiendo la cordura. No había nada que beber ni que comer. El calor era sofocante. El aire estaba cargado de un polvo ligero y seco que le irritaba los ojos y la garganta.

Las grandes puertas del estadio estaban cerradas. En cada pared había policías de gesto sombrío que les amenazaban en silencio con sus armas. No había adónde ir ni nada que hacer, salvo quedarse sentada y esperar. ¿Esperar a qué? ¿Qué iba a pasarles a su familia y a todo aquel gentío?

Su padre la acompañó a buscar los baños, al otro extremo del estadio. Se encontraron con un hedor inimaginable. Eran muy pocos baños para semejante multitud, enseguida se averiaron. La chica tuvo que ponerse en cuclillas contra el muro para aliviarse, mientras luchaba contra las ganas de vomitar tapándose la boca con una mano. La gente orinaba y defecaba donde podía, avergonzados, destrozados, acurrucados como animales sobre aquel suelo inmundo. La chica vio a una anciana pudorosa que se escondía tras el abrigo de su marido. Otra mujer jadeaba de espanto, se tapaba la boca y la nariz con las manos y meneaba la cabeza.

La chica siguió a su padre por entre la multitud, de vuelta al lugar donde habían dejado a su madre. Tuvieron que abrirse paso a través de la muchedumbre. Los pasillos estaban repletos de bultos, bolsas, colchones, cunas, y la pista, atestada de gente. ¿Cuánta gente habría allí?, se preguntó. Los niños corrían por los pasillos, desaliñados y sucios, pidiendo agua a gritos. Una embarazada, debilitada por el calor y la sed, gritaba con todas sus fuerzas que se iba a morir, que se iba a morir en cualquier momento. Un hombre se desplomó de repente y quedó tendido sobre el polvo del suelo. Tenía la cara azulada y un rictus le deformaba el gesto. Nadie se movió.

La muchacha se sentó al lado de su madre, que se había tranquilizado, y apenas hablaba. La chica le cogió la mano y la apretó, pero ella no respondió. El padre se levantó y se acercó a un policía para pedirle agua para su hija y su esposa. El hombre respondió en tono brusco que de momento no había. El padre dijo que era una vergüenza, que no podían tratarles como a perros. El policía se dio la vuelta y se alejó.

La chica volvió a encontrarse con Léon, el chico al que había visto en el taller. Caminaba entre la multitud, mirando hacia las puertas. Se dio cuenta de que no llevaba la estrella amarilla. Se la habían arrancado. Se levantó y se dirigió hacia él. Tenía la cara sucia, una magulladura en la mejilla izquierda, y otra junto a la clavícula. La chica se preguntó si ella parecería tan exhausta y molida como él.

Voy a salir de aquídijo el chico en voz baja ‑. Mis padres me han dicho que lo haga. Ahora.

¿Pero cómo?preguntó ella ‑. Los policías no te dejarán.

El chico la miró. Tenía su misma edad, diez años, pero parecía mucho mayor. Ya no quedaba ningún rasgo infantil en él.

Encontraré la manerarespondió ‑. Mis padres me han dicho que me vaya. Ellos me han arrancado la estrella. Es la única forma. Si no, se acabó. Será el fin para todos nosotros.

La chica volvió a sentir que la invadía un pavor gélido. ¿Tendría razón el chico? ¿De verdad iba a ser el fin?

Él la miró con gesto un tanto desdeñoso.

No me crees, ¿verdad? Deberías acompañarme. Quítate la estrella y ven conmigo. Nos esconderemos. Yo cuidaré de ti: sé lo que he de hacer.

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