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Boomerang 17 page





– ¡Menudo desastre! ‑al tiempo que solté una imitación de ese carcajeo de hiena tan típico de mi hijo.

A continuación pasé a contarles la conversación de hombre a hombre que al final habíamos tenido mi hijo y yo cuando le echaron del colegio. Le leí la cartilla bien leída, pero con el corazón encogido ante lo mucho que me estaba pareciendo a mi padre al hablar en plan admonitorio mientras le reprendía severamente con el dedo en alto. Entonces me levanté e imité la postura de hombros caídos de Arno y puse el mismo ceño de contrariedad, incluso adopté, y exageré, el mismo tono de voz, identificable enseguida como el de un adolescente:

– Vamos, papuchi, no había Internet ni móviles cuando tenías mi edad. Vivíais en la Edad Media. A lo que voy, naciste en los sesenta. Venga, hombre, ¿cómo vas a entender el mundo moderno?

Eso provocó otra salva de vítores. Me sentí eufórico y exultante por una sensación nueva: hacía reír a la gente, una experiencia nueva en mi vida, pues en nuestra pareja Astrid solía ser la de los comentarios socarrones, la de la chispa y las ocurrencias graciosas, la que hacía reír a la gente hasta troncharse. Yo me había limitado a ser el espectador hasta esa noche.

– Deberíais oír a mi nuevo jefe, Parimbert ‑le dije a mi público.

Todos le conocían, por descontado, pues el tipo había pegado un cartel con su careto en todas las esquinas de París y era casi imposible encender la tele o el ordenador sin encontrarse con esa sonrisa suya del Gato de Cheshire. Empecé a imitar sus andares por la habitación con las manos metidas en los bolsillos y los hombros levantados. Luego, demostré lo bien que me salía la mueca que adoptaba Parimbert cuando le daba por pensar: un mohín de vieja dama seguido de un rápido movimiento de labios, levantando el superior y frunciendo el inferior hasta parecer una pasa arrugada. Entonces imité su forma de dar énfasis a ciertas palabras hablando en voz baja:

– Ahora, Antoine, recuerda: tu espalda debe tener la fuerza de la montaña* cada partícula a nuestro alrededor está viva, llena de energía e inteligencia. Nunca olvides que la purificación de tu yo interior es absolutamente necesaria.

Y luego les hablé de la Cúpula Inteligente, un encargo de lo más complicado, y cómo resultaba inspirador a pesar de ser una pesadilla. Parimbert estudiaba mis bocetos con ojos de miope, porque era demasiado vanidoso para llevar gafas. Mis propuestas nunca parecían complacerle ni disgustarle, le dejaban sin palabras, como si le provocaran una enorme preocupación. Yo había empezado a sospechar que la idea de la Cúpula Inteligente le gustaba mucho porque en realidad no tenía la menor idea de cómo debía ser.

– Recuerda, Antoine, la Cúpula Inteligente es una burbuja de potencia, una célula liberadora, un espacio cerrado con el conocimiento necesario para hacernos libres.

Se rieron a mandíbula batiente, y Héléne estaba literalmente llorando de risa. Luego saqué a colación el seminario al que me había invitado Parimbert; tuvo lugar en un moderno complejo de lo más chic situado en la zona oeste de la ciudad, y en el transcurso del mismo me había presentado a su equipo. Su socio era un oriental intimidante con un rostro imperturbable como una máscara y un sexo difícil de determinar. Todos sus empleados parecían drogadictos o al borde del colapso: tenían ojos vidriosos y cara de padecer algún tipo de intoxicación. Todos vestían de blanco o de negro. Los había muy jóvenes, de hecho algunos parecían recién salidos del colegio, y otros ya eran bastante talluditos, pero normal, remotamente normal, no había ni uno.

El estómago empezó a sonarme a eso de la una. Yo esperaba ir a comer, pero conforme pasaban los minutos veía con absoluta consternación que nadie mencionaba el almuerzo. Parimbert permanecía en la parte posterior de la habitación mientras las pantallas proyectaban desde detrás de su posición y él nos daba la vara con el éxito de su sitio web y con cómo iba a expandirse por el mundo entero. Con toda discreción, me acerqué a la mujer elegante, pero con cara de desnutrida, que se sentaba a mi lado y le pregunté sobre la comida. La tipa me miró como si le hubiera hablado de sodomía o de hacer una orgía.

– ¿Comida? ‑repitió en voz baja con un gesto de repulsión‑. Nosotros no almorzamos nunca.

– ¿Y por qué no? ‑le pregunté consternado mientras volvían a sonarme las tripas.

Ella no se dignó contestarme. A las cuatro en punto nos sirvieron té verde y pastas con mucha ceremonia, pero yo tenía el estómago en los pies y me pasé todo el día desfallecido de hambre. Por eso, en cuanto pude escaparme, me fui pitando a una panadería y devoré a palo seco una barra de pan entera.

– ¡Qué divertido eres! No sabía que podías ser tan gracioso ‑observó Mélanie mientras nos marchábamos. Didier, Emmanuel y Hélène estuvieron de acuerdo, lo cual provocó en mí una mezcla de alegría y sorpresa.

Más tarde, mientras me quedaba dormido junto a mi princesa de nieve, me sentí dichoso. Era un hombre feliz.

 

El sábado por la tarde Mélanie y yo nos plantamos delante del enrejado de hierro forjado que protegía el acceso al edificio donde vivía la abuela. Habíamos telefoneado por la mañana para informar al tranquilo y bondadoso Gaspard de nuestro propósito de visitar a Blanche. Yo no había estado allí desde el verano, hacía unos seis meses. Mi hermana tecleó el código digital en el portero automático y entramos en el enorme hall alfombrado de rojo. El conserje nos miró desde detrás de la cortina de encaje de su garita y nos dirigió una señal de asentimiento al pasar. Prácticamente no había cambiado nada, salvo, tal vez, que la alfombra parecía un poco más gastada y que había un ascensor de hierro y cristal sorprendentemente silencioso en sustitución del antiguo.

Nuestros abuelos vivían allí desde hacía unos setenta años, desde su boda. Nuestro padre y Solange nacieron allí. En aquellos tiempos, la mayoría de los apabullantes edificios de Haussman eran propiedad del abuelo de Blanche, Émile Fromet, un acomodado propietario dueño de varias residencias en la zona de Passy, en el distrito 16°. Nos habían hablado a menudo de Émile Fromet durante nuestra infancia y había un retrato suyo sobre la repisa de la chimenea, donde se mostraba a un hombre implacable provisto de un mentón amenazador que, por suerte, Blanche no había heredado, aunque sí se lo había transmitido a su hija Solange.

Supimos desde muy jóvenes que el matrimonio Blanche y Robert Rey había sido un gran evento, pues suponía el enlace perfecto entre una dinastía de abogados y una familia de médicos y propietarios inmobiliarios. Se aunaban así respetables e influyentes personas de dinero y excelente consideración social. Se casaban personas que tenían la misma educación, los mismos orígenes y la misma religión. Probablemente, el matrimonio de nuestro padre con una sureña paleta había causado cierta conmoción en los años sesenta.

Una sonrisa de satisfacción iluminó el rostro desigual de Gaspard cuando nos abrió la puerta. El hombre me daba lástima, no podía evitarlo. Debía de tener cinco años más que yo a lo sumo y estaba tan avejentado que podría pasar por mi padre. No tenía familia ni hijos, ni otra vida más allá de los Rey. Caminaba arrastrando los pies, siempre controlado por su madre, Odette, y parecía marchito incluso de joven. Odette había trabajado como una muía para nuestros abuelos hasta el mismo día de su muerte. Nos tenía aterrorizados de niños y nos obligaba a calzar pantuflas antes de caminar sobre el parqué recién pulido, y nos hacía callar siempre, pues madame estaba descansando y monsieur leía Le Fígaro en el despacho y no deseaba ser molestado. Nadie sabía quién era el padre de Gaspard. Y nunca oímos el menor comentario a ese respecto. Cuando Mel y yo éramos pequeños, él hacía todo tipo de chapucillas y recados para la casa y no parecía pasar mucho tiempo en la escuela. Su madre habría muerto hacía unos diez años y él se había hecho cargo del mantenimiento del lugar, lo cual le había dado una nueva importancia de la que se enorgullecía.

Nuestra visita era el plato fuerte de su semana. Cuando Astrid y yo acostumbrábamos a traer a los niños para que los viera su abuela, en los buenos viejos tiempos de Malakoff, el hombre alcanzaba el éxtasis.

Lo umbrío del lugar me afectaba en todas las visitas. Su orientación norte no ayudaba nada y lo cierto es que apenas entraba el sol en aquel piso de 450 metros cuadrados. Imperaba una oscuridad sepulcral incluso en pleno verano. Nos encontramos con la tía Solange cuando ya se marchaba. No la veíamos desde hacía tiempo. Nos saludó de forma rápida pero amistosa y dio unas palmadas a Mélanie en la mejilla, sin preguntar por nuestro padre. Hermano y hermana vivían en el mismo barrio, él en la avenida Kléber y ella en la calle Boissiére, se hallaban a cinco minutos de distancia el uno de la otra, pero nunca se veían ni se llamaban. Jamás lo harían, ya era demasiado tarde.

El apartamento era una sucesión continua de grandes techos altos con molde de escayola: el gran salón, que no se utilizaba nunca por ser demasiado grande y frío, el salón pequeño, el comedor, la biblioteca, el despacho, cuatro dormitorios, dos cuartos de baño decorados a la antigua usanza y al fondo del todo una cocina desfasada. Odette acostumbraba a empujar una mesa con ruedas cargada de comida por el interminable pasillo desde la cocina al comedor. Aún no había olvidado el chirrido de las ruedecillas.

Habíamos hablado sobre el mejor modo de entrarle a la abuela mientras íbamos de camino hacia allí. No podíamos soltarle a bocajarro: «¿Sabías que tu nuera se entendía con mujeres?», de modo que Mélanie sugirió otra táctica:

– Deberíamos echarle un vistazo al lugar.

– ¿Y eso qué significa? ¿Fisgonear?

– Eso mismo ‑respondió con una expresión tan cómica que tuve que sonreír.

Me embargó un entusiasmo extraño, como si me estuviera embarcando en una nueva aventura, y un tanto rarita.

– ¿Y qué hacemos con Gaspard? Vigila el sitio como un halcón.

– Eso no va a ser problema ‑me aseguró con un gesto de desenfado‑. El problema real es saber dónde buscar.

Mientras yo aparcaba el coche en la avenida Henri‑Martin me había comentado algo más con voz alegre:

– ¿A que no adivinas una cosa?

– ¿El qué?

– He conocido a un tío.

– ¿Otro viejo verde?

Ella había puesto los ojos en blanco.

– No, de hecho es un poco más joven que yo. Es periodista.

– ¿Y…?

– Pues eso.

– ¿Eso es todo?

– Por el momento sí ‑me había contestado.

Ya en el piso, descubrimos a una enfermera a la que no habíamos visto antes, aunque ella parecía saberlo todo acerca de nosotros, pues nos saludó por nuestros nombres y nos informó de que la abuela aún dormía. No convenía despertarla, porque había pasado una mala noche.

– ¿Les importaría esperar una hora más? Tal vez podrían tomar un café en algún sitio o ir de compras ‑nos sugirió con una sonrisa radiante.

Mi hermana se volvió para buscar a Gaspard. Éste se hallaba muy cerca, dando instrucciones a la señora de la limpieza.

– Voy a fisgar ‑anunció Mel en voz baja‑. Mantenle ocupado.

Ella se escabulló y yo debí soportar por un tiempo que se me hizo eterno las quejas de Gaspard sobre la dificultad de encontrar buen personal, los precios por las nubes de la fruta fresca y el exceso de ruido que hacían los nuevos vecinos del cuarto. Mélanie volvió al fin y extendió los brazos en señal de impotencia: no había encontrado nada.

Decidimos regresar en una hora y cuando ya nos encaminábamos hacia la puerta Gaspard se apresuró a decirnos que sería un placer prepararnos un té o un café. Podíamos sentarnos en el salón pequeño y él nos lo traería. ¿Para qué salir con semejante frío cuando podíamos esperar cómodamente allí? Tenía tantas ganas de que nos quedáramos que no nos atrevimos a rehusar la invitación. Cuando pasábamos de camino al salón pequeño una señora de la limpieza estaba quitando el polvo del pasillo. Nos saludó con un gesto de la cabeza.

Ninguna habitación me traía tantos recuerdos como aquélla, por cuanto allí había: las cristaleras que daban a la terraza, el sofá de terciopelo verde oscuro, las sillas, una mesita baja con cubierta de cristal sobre la cual aún descansaba la pitillera plateada de Robert. Los abuelos se reunían allí a tomar café o a ver la televisión y entre esas cuatro paredes nosotros jugábamos a los acertijos mientras aguzábamos el oído para ver de qué nos enterábamos de la conversación de los adultos.

Gaspard regresó con una bandeja donde traía café para mí y un té para Mélanie. Nos sirvió las tazas con cuidado antes de entregarnos el azucarero y la jarrita de leche. Se sentó en una silla enfrente de nosotros con la espalda muy erguida.

Le preguntamos por la salud de nuestra abuela en los últimos tiempos.

– No anda demasiado bien. El corazón le está dando guerra otra vez y ahora se pasa el día durmiendo, cosa de la medicación, que la deja grogui.

– Se acuerda de mi madre, ¿verdad? ‑observó mi hermana de forma inesperada mientras daba un sorbito al té.

Una sonrisa le iluminó el rostro.

– Su madre, la joven madame Rey, sí, por supuesto que la recuerdo. Era imposible de olvidar.

«Chica lista», me dije para mis adentros.

– ¿Y qué recuerda de ella exactamente? ‑continuó Mel.

La sonrisa de Gaspard se hizo aún mayor.

– Era una persona amable, encantadora. Me hacía regalitos de vez en cuando: calcetines nuevos, chocolatinas y a veces flores. Me quedé destrozado cuando murió.

El piso se sumió en un silencio absoluto a nuestro alrededor. No hacía ruido ni la señora de la limpieza, que acababa de entrar para realizar sus quehaceres domésticos.

– ¿Cuántos años tiene? ‑quise saber.

– Cinco años más que usted, monsieur Antoine. Tenía quince por aquel entonces. ¡Qué pena tan grande!

– ¿Qué recuerda del día de su muerte?

– Fue terrible, terrible. Eso de ver cómo la sacaban en aquella camilla…

De pronto pareció muy incómodo, retorció las manos y se removió en el asiento. Había dejado de mirarnos y tenía los ojos fijos en la alfombra.

– Ah, pero ¿estaba usted en el piso de la avenida Kléber cuando sucedió? ‑preguntó Mélanie, sorprendida.

– ¿La avenida Kléber? ‑farfulló, confuso‑. No recuerdo, no. Fue un día horrible. No me acuerdo.

Se apresuró a ponerse de pie y salió zumbando en dirección a la puerta, pero nosotros nos levantamos apenas un segundo después y nos lanzamos detrás de él.

– Gaspard ‑le interpeló Mel con firmeza‑, ¿quiere hacer el favor de contestar a mi pregunta? ¿Por qué ha dicho usted que vio cómo se la llevaban?

Estábamos los tres solos en la entrada, en el lado oscuro de la sala. Las baldas de las estanterías parecían inclinarse hacia delante y los semblantes pálidos de los viejos retratos al óleo nos miraban expectantes con expresión atenta. ¡Hasta el busto de mármol parecía esperar nuestro siguiente movimiento!

Gaspard estaba temblando, tenía un nudo en la garganta, estaba rojo como un tomate, y la frente le relucía a consecuencia de unos sudores repentinos.

– ¿Qué ocurre? ‑inquirió Mélanie en voz baja.

Él tragó saliva de forma audible y la nuez de Adán subió y bajó. Luego retrocedió al tiempo que sacudía la cabeza.

– No, no, no puedo.

Le agarré por el hombro. Debajo de la tela barata del traje sólo noté huesos y unos músculos blandos.

– ¿Seguro que no tiene nada que decirnos? ‑pregunté, usando una voz más firme que la de Mélanie.

Se estremeció, se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano y retrocedió otra vez.

– ¡Aquí no! ‑exclamó con voz ronca.

Mel y yo intercambiamos una mirada.

– Entonces, ¿dónde? ‑insistió ella.

Sus piernecitas de alambre temblaban, pero él ya se hallaba en medio del pasillo.

– En mi dormitorio dentro de cinco minutos. En la planta sexta ‑susurró antes de desaparecer.

De pronto alguien encendió la aspiradora y nos dio un susto tremendo. Nos miramos durante unos instantes y luego nos marchamos.

 

Una estrecha y tortuosa escalera sin ascensor conducía hasta las habitaciones del servicio. Los residentes menos adinerados del lujoso edificio habitaban la zona más elevada y debían subir aquellos empinados escalones todos los días. Cuanto más arriba, más descascarillada se veía la pintura y más desagradable era el olor, debido al hedor de las minúsculas habitaciones sin ventilación, a la promiscuidad y la falta de cuartos de baño dignos de tal nombre. En el descansillo imperaba la pestilencia de un servicio común. Nunca había subido hasta allí arriba, y Mélanie tampoco. Había un incómodo contraste entre la opulencia de los grandes apartamentos y esta zona sórdida y atestada escondida debajo del tejado.

Tuvimos que subir seis pisos y lo hicimos en silencio. No habíamos intercambiado ni una palabra desde que abandonamos el piso de Blanche. Las preguntas se arremolinaban en mi cabeza e imaginaba que también en la de Mélanie.

Adentrarnos en el piso superior fue como entrar en otro mundo. Docenas de puertas numeradas se alineaban a ambos lados de un pasillo sinuoso sin alfombrar.

Se oían el chirrido de un secador de pelo y voces muy altas de entonación metálica procedentes de un receptor de televisión. Algunas personas discutían en un idioma extranjero mientras sonaban de fondo el pitido de un móvil y el llanto de un bebé. Se abrió una puerta y una mujer se quedó mirándonos fijamente. Detrás de ella se veían un techo sucio e inclinado, unas cortinas asquerosas y unos muebles mugrientos. ¿Cuál era la habitación de Gaspard? Él no nos lo había dicho, ¿acaso se estaba escondiendo? ¿O le había entrado pánico? No tenía certeza alguna, pero intuía que nos estaba esperando hecho un flan, retorciéndose las manos mientras intentaba reunir un poco de valor.

Observé los pequeños hombros cuadrados de Mélanie que se adivinaban bajo el abrigo de invierno. Sus pasos eran atrevidos y confiados, porque quería saber y no tenía miedo. ¿Por qué yo sí estaba asustado y mi hermana no?

Gaspard nos aguardaba al final del pasillo, con el rostro aún ruborizado. Nos hizo pasar a toda prisa, como si no quisiera que nos vieran allí. Su pequeña habitación, cerrada, nos pareció sofocante después de haber recorrido las heladas escaleras. El calefactor eléctrico estaba puesto a toda potencia y dejaba oír un suave zumbido, además de remover por el cuarto el hedor a polvo y pelo quemados. La estancia era tan pequeña que no cabíamos de pie los tres. No nos quedó más remedio que sentarnos en la estrecha cama. Eché una ojeada a mi alrededor y examiné las superficies escrupulosamente fregadas, el crucifijo en la pared, el lavabo agrietado y el armario de cocina improvisado con una cortina de plástico. La vida de Gaspard quedaba expuesta allí en toda su pobreza. ¿A qué se dedicaba ese hombre cuando llegaba allí después de haber dejado a Blanche con la enfermera de noche? No había televisión ni libros, y sólo hallé una Biblia y una fotografía sobre una pequeña estantería. Miré con toda la discreción posible. Con un sobresalto, descubrí que era una foto de mi madre.

Gaspard se quedó de pie porque no tenía donde sentarse. Nos miraba alternativamente a uno y a otro, a la espera de que empezáramos a hablar. Se escuchaba una radio en la habitación contigua. Las paredes eran tan delgadas que captaba hasta la última palabra del boletín informativo.

– Puede confiar en nosotros, Gaspard ‑afirmó Mélanie‑. Eso lo sabe.

Él se llevó un dedo a los labios enseguida, con los ojos dilatados de miedo.

– Debe hablar bajo, mademoiselle Mélanie ‑susurró‑. ¡Cualquiera podría oírla! ‑Se nos acercó y percibí el hedor rancio de sus axilas. Me eché hacia atrás de forma instintiva‑. Su madre… ‑murmuró‑ era mi única amiga, la única persona que realmente… me comprendía.

– Sí ‑dijo Mel, y me maravilló su paciencia, porque yo no tenía ningún interés por escucharle, sólo quería que fuera de una vez al asunto que nos concernía. Ella me puso una mano tranquilizadora en el brazo, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.

– Su madre era como yo, de origen humilde, procedente del sur, y no era nada complicada ni quisquillosa, sino simplemente una buena persona. Jamás pensaba en sí misma, porque era generosa y amable.

– Sí ‑repitió mi hermana, mientras yo apretaba los puños de pura impaciencia.

Alguien apagó la radio en el cuarto de al lado y el silencio inundó aquel pequeño lugar. Gaspard mostró de nuevo esa mirada angustiada y ansiosa. Se quedó mirando hacia la puerta, retorciéndose las manos. ¿Por qué estaba tan inquieto? Se agachó y sacó un pequeño transistor de debajo de la cama, y después buscó el mando para encenderlo, y no paró hasta que surgió la voz seductora de Yves Montand.

 

C'est si bon, de partir n'importe où,

bras dessus bras dessous…

 

Mélanie me hizo un gesto apaciguador para pedirme calma, pero al final no pude más y le solté:

– Cuéntenos de una vez qué sucedió el día que murió nuestra madre.

Por fin Gaspard reunió suficiente coraje para mirarme a la cara.

– Debe usted comprender, monsieur Antoine. Esto es… muy difícil para mí…

C'est si bon…, tarareaba Montand con tono desenvuelto y despreocupado. Esperamos a que Gaspard retomase la palabra, pero no lo hizo.

Mélanie le puso una mano sobre el brazo.

– No tiene nada que temer de nosotros ‑le susurró‑. Nada en absoluto. Somos sus amigos y le conocemos desde que nacimos.

Él asintió, con la carne de sus mejillas temblando como si fuera de gelatina. Entrecerró los ojos y para horror nuestro su rostro se arrugó y comenzó a sollozar sin hacer ningún sonido. No podíamos hacer otra cosa que esperar. Yo aparté la mirada del lamentable espectáculo de su rostro pálido y devastado. Cuando finalizó la canción de Montand, comenzó otra melodía que me resultó familiar, aunque no recordé quién la cantaba.

– Lo que les voy a decir no se lo he contado a nadie. Nadie lo sabe. Nadie lo sabe y nadie ha hablado de ello desde 1974.

La voz de Gaspard sonaba tan baja que tuvimos que inclinarnos hacia delante para escucharle y la cama crujió.

Sentí un ligero escalofrío. ¿Era mi imaginación o realmente el miedo estaba reptando por mi columna? Gaspard se agachó y vi la parte superior de su cabeza con la calva que la coronaba.

– El día que murió ‑continuó, otra vez en susurros‑, su madre había ido a ver a la abuela de ustedes. Era temprano y ella estaba tomando el desayuno. Monsieur no estaba en casa ese día.

– ¿Dónde se encontraba usted? ‑preguntó Mélanie.

– En la cocina, ayudando a mi madre a hacer zumo de naranja. A su madre le gustaba mucho el zumo de naranja recién hecho, el mío en especial. Le recordaba el Midi. ‑Sonrió con afecto, aunque pareció patético‑. Estaba muy contento de verla esa mañana, pues no venía muy a menudo. De hecho, no había venido a ver a los abuelos desde hacía mucho tiempo, desde Navidad. Cuando abrí la puerta, fue como si hubiera entrado un rayo de sol en el descansillo. Yo no sabía que iba a venir, porque no había llamado con antelación y mi madre no estaba avisada. Se enfadó y protestó porque la joven madame Rey apareciera así, de cualquier modo. Llevaba puesto un abrigo rojo. ¡Qué guapa estaba con su largo pelo negro, aquella piel pálida y sus verdes ojos! ¡Qué belleza! Como usted, mademoiselle Mélanie. Usted se le parece mucho, tanto que causa dolor mirarla. ‑Las lágrimas aparecieron de nuevo, pero se las apañó para contenerlas. Respiró con lentitud, tomándose su tiempo‑. Yo seguí en la cocina, limpia que te limpia. Era un precioso día de invierno. Tenía muchas tareas pendientes y las realicé a conciencia. De pronto mi madre entró con el rostro blanco. Tenía una mano apretada contra la boca como si fuera a vomitar y supe entonces que había ocurrido algo terrible. Yo sólo tenía quince años, pero lo supe.

Un escalofrío se deslizó por mi pecho hasta mis muslos, que empezaron a temblar. No me atrevía a mirar a mi hermana, pero percibí cómo ella se envaraba a mi lado.

De repente se oyó una tonta melodía y deseé que Gaspard apagara la radio.

 

Talk about pop musik.

Pop pop pop pop musik.

 

– Mi madre se quedó durante un momento sin habla, y entonces gritó: «¡Llama al doctor Dardel, rápido! ¡Busca su número en la libreta de direcciones de monsieur, que está en su estudio, y dile que venga corriendo!».

Date: 2015-12-13; view: 321; Нарушение авторских прав; Помощь в написании работы --> СЮДА...



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