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Boomerang 13 page





También estaban las ropas que se había quitado para ponerse las prendas deportivas. Un suéter blanco y unos vaqueros. Olisqueé durante unos instantes el suéter. Olía a tabaco y a perfume afrutado. La chiquilla había muerto y su olor aún no se había ido de la ropa.

Pensé en Patrick y Suzanne y en dónde podrían estar en ese momento. Quizá estuviesen velando el cuerpo de su difunta hija o tal vez estuvieran en casa sin poder dormir. ¿Podría haberse salvado? ¿Sabía alguien si tenía alguna dolencia cardiaca? ¿Seguiría viva si no hubiera jugado al baloncesto? Las preguntas me daban más y más vueltas en la cabeza.

Me levanté y me fui derecho a la ventana, la abrí y dejé que el aire glacial se me metiera en el cuerpo. El vasto y oscuro cementerio se extendía ante mí. No dejaba de pensar en Pauline, en su cadáver, en el aparato de ortodoncia. ¿La enterrarían con él? ¿Contratarían a un dentista para quitárselo o sería cosa del tanatopractor? Alargué la mano hacia el móvil. Necesitaba hablar con Angele.

Respondió después de que el teléfono sonara un par de veces.

– Hola ‑dijo con voz cálida y soñolienta‑. ¿Qué tal, monsieur Parisiense? ¿Te sientes solo?

Sentí tal alivio de oír su voz en medio de la noche en aquel momento tan terrible que estuve a punto de soltar un grito. Le hice un breve resumen de lo sucedido.

– ¡Uy, pobre chica! Tu hija vio morir a su amiga. Qué mal rollo. ¿Cómo lo ha encajado?

– No muy bien ‑admití.

– Y tu ex no está ahí, ¿verdad?

– Exacto.

Se hizo un silencio.

– ¿Quieres que vaya?

La oferta fue tan directa que me pilló de improviso.

– ¿Lo harías?

– Si me quieres allí, sí.

«Por supuesto que sí, claro ‑pensé‑. Ven, ven, por favor. Móntate en esa Harley ahora mismo y corre hacia aquí como alma que lleva el diablo. Sí, sí, ven, Angele, ven, te necesito. Ven. Ven». ¿Qué opinión iba a tener de mí si le decía eso, si le imploraba que viniera lo antes posible? ¿Me consideraría un flojo? ¿Se compadecería de mí? ¿Lo haría?

– No quiero ser un incordio. Es un trayecto muy largo.

Ella suspiró.

– ¡Hombres! No se os puede hablar con claridad nunca, ¿verdad? Iré si me necesitas. Sólo tienes que pedírmelo. Ahora buenas noches, que mañana empiezo a primera hora.

Y me colgó.

Tuve la tentación de volver a llamarla, pero no lo hice. Me metí el teléfono en el bolsillo y me recosté sobre el respaldo del sofá. Al final me quedé dormido y cuando abrí los ojos los chicos ya se estaban preparando el desayuno. Me miré de refilón en el espejo. Me vi como una mezcla arrugada de Boris Yeltsin y Mister Magoo. Margaux ya se había levantado y se encontraba en el baño, donde probablemente llevaría un buen rato. Escuché el ruido del agua en la ducha.

Eché un vistazo a su habitación cuando pasé por delante. Las sábanas de la cama estaban echadas hacia atrás. ¿Sábanas nuevas? Resultaba extraño, pues nunca había visto unas de grandes flores rojas. Me acerqué a echar un vistazo y comprobé que no eran rosas carmesíes, sino manchas de sangre. Había tenido la regla durante la noche y, por lo que yo había hablado con su madre, ésa era la primera vez.

¿Estaría bien? ¿Estaría sorprendida? ¿Cómo se sentiría? ¿Estaría temerosa, aliviada, disgustada, avergonzada o tal vez experimentaría todas esas emociones juntas? ¿Tendría dolores? Mi pequeña había tenido la regla. Estaba ovulando, sus óvulos eran fértiles, luego ya podía tener niños. No sabía muy bien qué pensar de todo eso. Astrid no estaba allí, de modo que iba a tener que tomármelo con calma.

Mi hija tenía que menstruar tarde o temprano, y yo ya lo sabía, por supuesto, pero, de una forma en el fondo cobarde, me alegraba mucho que eso no tuviera mucha relación conmigo, su padre, y estuviera más vinculado al mundo femenino, el de Astrid. ¿Cómo abordaban este tema los padres? ¿Cómo se suponía que debía comportarme? ¿Debía hacerle saber que estaba al corriente? ¿Debía mostrarme orgulloso de ella? Yo estaba allí para ayudarla si ella me necesitaba, como una suerte de fornido y arrogante John Wayne. Porque, sí, lo sabía todo acerca de tampones con o sin aplicador, compresas, ultraligeras o superabsorbentes y los dolores de la tensión premenstrual. Era un hombre moderno, ¿no? Bueno, pues estaba al día, pero, claro, ¿cómo iba a hablar con mi hija de la regla? Y más aún al día siguiente de haber sufrido una tragedia. Parecía imposible. Sólo se me ocurría una cosa: pedir ayuda a Mélanie. No recordaba nada sobre el primer sangrado de Mel ni lo vieja que se había sentido cuando tuvo lugar, pero en ausencia de mi ex mujer era la única aliada que se me ocurría.

El cerrojo del baño hizo un ruido al descorrerse y yo salí con sigilo de la habitación de mi hija. Margaux hizo acto de presencia con el pelo envuelto en una toalla. Debajo de los ojos tenía unas ojeras enormes. Murmuró un buenos días y me rozó al pasar. Alargué la mano y le acaricié los hombros, pero ella se alejó.

– ¿Cómo estás, cielo? ¿Qué tal te encuentras? ‑le pregunté para tantear el terreno.

Ella se encogió de hombros y cerró la puerta de su cuarto con un clic. Me pregunté si sabría qué hacer con la menstruación. ¿Sabría usar compresas y tampones? «Por supuesto que sí», me dije. Astrid se lo habría explicado todo. Sus amigas sabían. Pauline probablemente ya los usaba.

Me dirigí a la cocina para prepararme un café y me encontré con que los chicos ya se iban a clase. Me abrazaron con torpeza y se marcharon, pero el timbre de la puerta sonó antes de que se abrieran.

Era Suzanne, la madre de Pauline. Se produjo un momento muy emotivo y doloroso cuando nos encontramos en el umbral. Mis hijos, sobrepasados por la intensidad de la emoción, intercambiaron unos besos en la mejilla y se escabulleron. Ella y yo nos agarramos de la mano.

Tenía el rostro abotargado y los ojos eran dos minúsculas ranuras, pero aun así me sonrió con valentía. La abracé. Ella llevaba encima los olores de un hospital: pena, miedo y dolor. Permanecimos juntos, balanceándonos con suavidad. Era pequeña. Su hija ya la había superado en altura. Alzó la mirada y me miró con ojos llorosos.

– Me vendría bien un poco de café.

– Claro, ahora mismo.

La conduje hasta la cocina, donde se quitó la bufanda y el abrigo antes de tomar asiento. Le serví una taza de café con pulso inseguro y me senté delante de ella.

– Estoy aquí para lo que necesites, Suzanne ‑fue cuanto logré articular.

A pesar de sonar poco convincente, la frase pareció de su agrado, pues asintió con la cabeza y se llevó a los labios la taza de café con pulso inseguro.

– Aún creo que voy a despertarme en cualquier momento y que esto sólo es una pesadilla.

– Ya ‑repuse en voz baja.

Vestía unos pantalones negros y una blusa blanca debajo de una rebeca de lana verde. Calzaba unas botas de caña baja. ¿Llevaba esa misma ropa cuando la telefonearon para decirle que su hija había muerto? ¿Qué estaba haciendo cuando la avisaron? ¿Estaba en la oficina? ¿En el coche? ¿Qué pensó cuando vio el número del colegio en la pantalla del móvil? Que Pauline había hecho novillos o que había tenido algún problema con un profesor, seguro. Me habría gustado contarle lo mal que me sentía desde la llamada de Margaux.

Deseaba expresarle mis condolencias, la tristeza y la zozobra que sentía, pero no me salía ni una palabra, por lo que la agarré de la mano y aguanté ahí como si me fuera la vida en ello, pues no era capaz de hacer nada más.

– El funeral será el próximo martes, pero tendrá lugar fuera de París, en Tilly, en la Alta Normandía, donde está enterrado mi padre.

– Allí estaremos, por supuesto.

– Gracias ‑murmuró‑. He venido a recoger las cosas de Pauline. Su bolsa y algo de ropa, según tengo entendido.

– Está todo aquí.

Mi hija hizo acto de presencia mientras me dirigía a por las cosas de la difunta. Nada más ver a la invitada profirió un agudo grito que me hirió en lo más profundo y echó a correr para arrojarse a los brazos de Suzanne, apoyando la cabeza sobre su hombro. La pequeña figura de la mujer se estremeció bajo el efecto del llanto de Margaux, quien empezó a hablar de forma atropellada y a voz en grito contándole todo lo que no me había contado a mí.

– Estábamos en clase de gimnasia, como todos los jueves, jugando al baloncesto. Pitou cayó al suelo fulminada. Lo supe en cuanto el profesor le dio la vuelta. Tenía los ojos en blanco. El profe intentó reanimarla haciendo lo mismo que en una serie de televisión. Aquello duró una eternidad. Alguien había llamado a una ambulancia, pero todo había terminado cuando ésta llegó.

– No sufrió ‑susurró Suzanne mientras acariciaba el pelo húmedo de Margaux‑. No sintió dolor alguno. Todo ocurrió en cuestión de segundos. El médico me lo aseguró.

– ¿De qué murió? ‑se limitó a preguntar Margaux, y se retiró un poco para alzar los ojos y mirar a Suzanne.

– Creen que fue un problema cardiaco del que no teníamos ni idea. Esta semana van a hacerle unas pruebas a su hermano pequeño para averiguar si padece el mismo problema.

– Quiero verla, quiero despedirme de ella.

Suzanne me buscó con la mirada.

– ¡No me detengas, papá! ‑exigió mi hija de forma brusca y sin mirarme siquiera‑. Quiero verla.

– No te lo estoy impidiendo, cielo. Te entiendo.

Suzanne tomó asiento y se terminó el café.

– Puedes verla, por supuesto. Sigue en el hospital. Puedo llevarte allí, o que te lleve tu madre luego.

– Mi madre está en Japón.

– Pues entonces que te lleve tu padre ‑repuso ella, levantándose‑. He de irme ya. Tengo mucho trabajo por delante: rellenar papeleo, preparar el funeral… Quiero darle un funeral precioso… ‑Enmudeció cuando le empezaron a temblar los labios, y se mordió uno‑. Un funeral precioso para mi preciosa hija.

Se dio media vuelta para marcharse, pero dispuse de tiempo para ver cómo se le crispaba el rostro. Recogió la bolsa y la ropa de Pauline y se encaminó hacia la salida. Se cuadró de hombros al llegar a la puerta, como un soldado que se preparara para la batalla. Mi admiración por ella no tenía límites.

– Os veo luego ‑susurró sin levantar la vista.

Buscó a tientas el picaporte y abrió la puerta.

 

Me asaltó la impresión de haber pasado mucho tiempo en las morgues de los hospitales, y cavilaba a ese respecto mientras esperaba con mi hija en el hospital Pitié Salpetriére para ver el cuerpo de su amiga. En comparación con el lugar donde trabajaba Angele, ese sitio era deprimente y tenebroso: carecía de ventanas, la pintura se descascarillaba y el suelo estaba lleno de rasponazos, y nadie había hecho un esfuerzo por darle un poco de alegría a esa sala.

Nos hallábamos los dos solos y únicamente se oía un murmullo de voces en algún lugar indeterminado y el sonido de los pasos cuando la gente andaba por el pasillo. El tanatopractor era un hombre corpulento de cuarenta y tantos años. No ofrecía ninguna palabra de consuelo, ni tan siquiera una sonrisa. Lo más probable era que se hubiera curtido después de haber visto tantas muertes. Conjeturé que una adolescente víctima de un fallo cardiaco no significaba nada para él, pero me equivocaba. Se acercó a nosotros y dijo:

– Su amiga está preparada. ¿Lo está usted, mademoiselle? ‑Margaux mantuvo la mandíbula apretada y asintió con la cabeza. Él insistió‑: Es duro ver el cuerpo de un ser querido. Quizá debería acompañarla su padre.

Mi hija alzó los ojos y se quedó mirando su piel rubicunda y deteriorada.

– Era mi mejor amiga y voy a verla ‑masculló entre dientes.

Margaux estaba dispuesta a repetir esa frase toda la vida si era preciso. El hombre asintió.

– Su padre y yo estaremos detrás de la puerta por si nos necesita, ¿de acuerdo?

Ella se levantó, se alisó la ropa y se sacudió el pelo. Parecía varios años mayor. Me entraron deseos de retenerla y protegerla, quise rodearla con mis brazos. ¿Iba a soportarlo? ¿Se vendría abajo? ¿Le causaría un daño permanente? Combatí tenazmente la necesidad de agarrarla por la manga.

El tanatopractor la condujo hasta una sala contigua, le abrió la puerta y la dejó entrar.

Suzanne y Patrick aparecieron entonces con su hijo. Nos abrazamos y besamos en silencio. El niño estaba pálido y cansado. Nos dispusimos a esperar un poco más, pero…

De pronto se oyó la voz de Margaux pronunciando mi nombre. No dijo «papá», sino «Antoine». Nunca antes me había llamado así. Lo dijo dos veces.

Entré en una habitación de proporciones muy parecidas a las del hospital donde trabajaba Angele. Reconocí de inmediato el olor predominante, me resultaba familiar. Posé los ojos en el cuerpo ubicado delante de nosotros. Pauline parecía muy joven, demasiado joven y demasiado frágil. La figura curvilínea de su cuerpo parecía haber encogido un poco. Estaba vestida con una blusa rosa y unos vaqueros. Calzaba unas zapatillas de la marca Converse. Sobre el regazo descansaban las manos cruzadas. Finalmente, le miré el semblante. No iba maquillada, sólo se veía la limpia piel blanca. Alguien le había peinado el pelo rubio con sencillez. La boca estaba cerrada de forma muy natural. Angele lo habría aprobado.

Margaux revoloteaba cerca de mí. Coloqué la mano detrás de su cabeza, tal y como hacía cuando era pequeña. Ella no me rehuyó como había estado haciendo últimamente.

– Esto es algo que no entiendo ‑me dijo, y se escabulló fuera de la estancia.

Me quedé a solas frente al cuerpo de la adolescente. Astrid no iba a verlo. Seguía en Tokio, aunque tomaría el avión a tiempo de asistir al funeral del martes. Serge y ella no habían conseguido cambiar las reservas en el último minuto. Lo más probable era que hubiera visto a Pauline por última vez en Malakoff, haría cosa de una semana más o menos. Estaría dentro del ataúd para cuando mi ex mujer hubiera llegado a suelo francés. Ella jamás iba a ver el cadáver de Pauline. No sabía si eso era bueno o malo para ella. Nunca había tenido que afrontar ese tipo de situaciones con Astrid.

Pensé en mi padre mientras permanecía allí de pie. Mi madre murió en cuestión de un par de minutos, como Pauline. ¿Había estado François en la morgue del hospital, como yo ahora, contemplando el cadáver de su esposa mientras intentaba sobreponerse? ¿Dónde se hallaba cuando murió nuestra madre? ¿Quién le avisó? No había móviles en 1974. Lo más probable era que estuviera en su oficina, que en aquellos días estaba cerca de los Campos Elíseos.

Miré fijamente el rostro de la difunta, situado enfrente de mí, tan joven y lozano a sus catorce años. Deposité la mano sobre su cabeza con suavidad. La de Margaux tenía la calidez de la vida mientras que aquélla era fría como la piedra. Jamás en la vida había tocado un cadáver. Retiré los dedos. Adiós, Pauline. Adiós, pequeña.

Se apoderó de mí el temor que había experimentado la noche anterior mientras sostenía la bolsa de Pauline, cuyo rostro descolorido de pronto pareció fundirse con el de Margaux, y me estremecí. Podía haberle pasado a mi hija. Podía haberme tocado estar mirando el cuerpo de Margaux. Volví a tocar el cadáver e intenté detener el tembleque que me sacudía todo el cuerpo. Deseé que Angele estuviera a mi lado. Tuve la certeza de cuánto consuelo podrían haberme dado su sentido común y su conocimiento interior de la muerte. Me esforcé por imaginar que había sido ella quien se había hecho cargo del cuerpo de Pauline con todo el cuidado y respeto que yo sabía que empleaba con sus «pacientes».

De pronto sentí una mano en el hombro. Era Patrick. No despegó los labios. Los dos permanecimos allí callados con los ojos fijos en la difunta. Él se percató de mis temblores y me palmeó el hombro en silencio. El tembleque siguió mientras yo le daba vueltas a aquello en lo que se había convertido Pauline. Ni ella ni nosotros llegaríamos a conocer qué era lo que la vida le tenía reservado. Viajes, novios, independencia económica, una carrera profesional, el amor, la maternidad, la mediana edad, el duro envejecer, toda una vida. Había desaparecido todo cuanto tenía por delante.

El miedo se retiró y la rabia se adueñó de mí. La chiquilla tenía catorce años, por amor de Dios, catorce años. ¿Por qué sucedían estas cosas? Y cuando pasaban, ¿cómo rayos ibas a recuperar las fuerzas y tirar para delante? ¿De dónde obtenías el coraje y la entereza para lograrlo? ¿Era la religión una respuesta? ¿De ahí obtenían consuelo Patrick y Suzanne? ¿Era eso lo que les ayudaba ahora?

– Suzanne la vistió ella sola. No quería que lo hiciera nadie más ‑me informó Patrick‑. Los dos juntos elegimos las ropas: sus vaqueros favoritos, su blusa preferida…

Extendió el brazo y acarició la mejilla fría de su hija mientras yo observaba la blusa rosa. Me vino a la mente una imagen: la de los dedos de Suzanne abotonando minuciosamente todo el largo frontal de la blusa, entrando en contacto con la carne inerte de Pauline. El pensamiento me abrumó con todo su terrible poder.

 

Margaux necesitaba estar con Suzanne y Patrick. Yo supuse que era su forma de permanecer cerca de Pauline.

Revisé el teléfono cuando salí del hospital. Había un mensaje de mi hermana: «Llámame, es urgente». Había una extraña contención en la voz de Mélanie, pero estaba demasiado turbado por lo que acababa de ver, el cadáver de Pauline, como para mencionárselo cuando la localicé por teléfono. Le expliqué en pocas palabras la muerte de la muchacha, el incidente con Margaux, lo espantoso que había sido todo, la ausencia de Astrid, la regla de mi hija, el cuerpo de la adolescente, lo de Patrick y Suzanne, y cómo ésta había vestido a su hija.

– Escucha, Patrick… ‑me interrumpió Mel.

– ¿Qué? ‑le espeté, casi con impaciencia.

– Necesito hablar contigo. Debes venir ahora.

– No puedo, estoy a punto de regresar a la oficina.

– Tienes que venir.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Se quedó en silencio durante unos instantes.

– Porque ya me he acordado. He recordado por qué tuve el accidente.

Sentí el corazón en un puño. Había esperado tres meses a que ocurriera esto y tenía que ser precisamente en ese momento. No estaba muy seguro de poder encararlo, no sabía si me quedaban fuerzas. La muerte de Pauline me había dejado exhausto.

– De acuerdo ‑contesté con voz débil‑. Voy ahora mismo.

A causa del tráfico, el trayecto desde la Pitié hasta la Bastilla era de los lentos a pesar de que no estaba lejos de casa de Mel. Intenté mantener la calma al volante. Luego, me pasé mucho tiempo en busca de un lugar donde aparcar en la concurrida calle de la Roquette. Mélanie me esperaba con la gata en brazos.

– Cuánto siéntalo de Pauline ‑empezó mientras me besaba‑. Qué mal lo debe de estar pasando Margaux… Es el peor momento, lo sé, pero es que me ha venido de pronto a la memoria esta mañana y tenía que contártelo.

Mina bajó de un salto y vino hacia mí para frotarse entre mis piernas.

– No sé cómo decirte esto ‑se limitó a admitir‑. Quizá suponga un trauma para ti.

– Ponme a prueba.

– Me desperté con sed la última noche que pasamos en el hotel y no logré conciliar el sueño, así que probé a beber un vaso de agua y leer un poco, pero nada funcionaba. Entonces salí de mi cuarto en silencio y bajé por las escaleras. Reinaba un silencio absoluto, porque no había nadie despierto. Pasé por delante de recepción, crucé el comedor y al final subí otra vez por las escaleras. Fue entonces cuando sucedió.

Hizo una pausa.

– ¿Qué fue lo que pasó?

– ¿Recuerdas la habitación número 9?

– Sí, fue la de Clarisse.

– Pasé delante de ella mientras subía y de repente tuve un flashback tan fuerte que necesité sentarme en las escaleras.

– ¿Qué viste? ‑pregunté en un susurro.

– Hubo una tormenta el día de mi cumpleaños de nuestro último verano, en 1973. ¿Te acuerdas de eso? ‑Asentí con la cabeza‑. Esa noche tampoco pude dormirme, así que bajé con cuidado las escaleras del hotel y me fui al cuarto de nuestra madre. ‑Mel efectuó otra pausa, rota por el ronroneo de la gata‑. La puerta no estaba cerrada, así que la abrí con suavidad. Las cortinas estaban descorridas y por la ventana entraba a raudales la luz de la luna, iluminando la habitación. Entonces vi que había alguien en la cama con ella.

– ¿Nuestro padre? ‑pregunté, sorprendido.

Mi hermana me contestó que no con un ademán.

– No entendí muy bien aquello. Recuerda que tenía seis años. De modo que me acerqué más. Distinguí con claridad la melena negra de Clarisse y también vi que aferraba a alguien entre sus brazos. No era nuestro padre.

– ¿Quién era? ‑inquirí con la voz entrecortada.

¿Estaba nuestra madre con un amante, con otro hombre, mientras los abuelos y nosotros, sus hijos, dormíamos a un par de habitaciones de distancia? Nuestra madre, la del bañador de un color naranja indefinido, la que jugaba con nosotros en la playa. ¿Estaba nuestra madre con otro hombre?

– No tengo ni la menor idea.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Le habías visto antes? ¿Se alojaba en el hotel? ¿Podrías acordarte de él?

Mélanie se mordió el labio y desvió la mirada.

– Era una mujer, Antoine ‑repuso en voz baja.

– ¿Qué quieres decir?

– Nuestra madre tenía abrazada a otra mujer.

– ¿Una mujer? ‑repetí sin dar crédito a mis oídos.

Mina se subió de un salto a las rodillas de Mel, y ella la aferró con fuerza.

– Sí, Antoine, una mujer.

– ¿Estás segura?

– Sí. Me aproximé a la cama. Estaban dormidas. Habían echado hacia atrás las sábanas,, por lo que pude ver que estaban desnudas. Recuerdo haber pensado que ambas eran muy guapas, muy femeninas. La desconocida era esbelta y tenía la piel morena. Llevaba el pelo largo, pero no sabría decir de qué color porque se reflejaba la luz de la luna. Parecía rubio plateado. Me quedé allí cerca y las observé durante un rato.

– ¿De verdad pensaste que eran amantes?

Mi hermana me dedicó una seca sonrisa.

– A los seis años no tenía ni idea, por supuesto, pero hay algo que recuerdo con total claridad: la mano de esa mujer agarraba uno de los pechos de Clarisse. Era un gesto posesivo de naturaleza muy sexual.

Me levanté y anduve por la habitación hasta detenerme ante una ventana con vistas a la bulliciosa calle de la Roquette. No fui capaz de articular palabra durante un par de minutos.

– ¿Te has quedado mudo de asombro?

– Algo por el estilo.

Escuché el tintineo de sus brazaletes mientras ella se los colocaba bien.

– Intenté decírtelo en Noirmoutier, pero no hallaba ni el momento adecuado ni el lugar oportuno. Podía explicarte que algo iba mal, pero, de pronto, fui incapaz de callármelo por más tiempo, así que te lo quise contar durante el viaje de regreso.

– ¿Se lo contaste a alguien al día siguiente?

– Lo intenté a la mañana siguiente mientras jugábamos en la playa con Solange, pero no me prestabas atención, me echaste. Nunca se lo dije a nadie, y luego, poco a poco, lo fui apartando de mi mente hasta que terminé por olvidarlo. Nunca volví a pensar en ello hasta esa noche en el hotel, treinta y cuatro años después.

– ¿Has vuelto a ver a esa mujer? ¿Tienes la menor idea de quién puede ser?

– No, no recuerdo haberla visto de nuevo. Y no sé nada sobre ella.

Me volví hacia la silla para encararme con mi hermana.

– ¿Crees que nuestra madre era lesbiana? ‑pregunté con un hilo de voz.

– Eso mismo me he estado preguntando ‑admitió con el mismo volumen.

– ¿Crees que fue una cana al aire o piensas que tuvo más líos con otras mujeres?

– No he dejado de darle vueltas a eso. Nos estamos haciendo las mismas preguntas, pero no tengo respuestas.

– ¿Crees que lo sabe nuestro padre? ¿Y los abuelos?

Se marchó a la cocina, donde puso agua a hervir y colocó unas bolsitas de té en tazas. Yo me quedé allí grogui como si me hubieran noqueado de un fuerte golpe.

– ¿Te acuerdas de esa bronca que presenciaste entre Clarisse y Blanche, la que me contaste en la playa?

– Sí ‑repuse‑. ¿Piensas que era sobre eso?

– Tal vez. ‑Mel se encogió de hombros‑. Dudo que nuestros abuelos, unos respetables burgueses, fueran muy abiertos de mente respecto a la homosexualidad, y esto ocurrió en 1973.

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