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Boomerang 10 page





Nos habíamos conocido hacía unos diez años, cuando mi equipo se encargó de remozar las oficinas de su agencia de publicidad. Era de mi edad, pese a parecer algo mayor, tal vez debido a que estaba completamente calvo. Emmanuel compensaba la falta de pelo con una espesa barba pelirroja, y se la acariciaba muy a menudo; le encantaba hacerlo. Vestía ropas de colores brillantes y estrafalarios que yo no me atrevería a llevar en la vida, pero él lucía esas prendas con cierto garbo. Esa noche, por ejemplo, había elegido una camisa naranja de Ralph Lauren. Sus centelleantes ojos de color azul índigo me contemplaron desde detrás de unas gafas sin montura.

Deseaba expresarle cuánto me alegraba que hubiera venido y lo mucho que le agradecía su aparición esa noche, pero en mí era ya costumbre, siguiendo la mejor tradición de los Rey, que se me trabara la lengua, de modo que al final me guardé esas palabras de gratitud.

Cogí la bolsa de plástico que él sostenía entre las manos y me dirigí a la cocina, donde mi invitado se puso a trabajar de inmediato. Yo me ofrecí a hacer algo mientras le miraba, aun a sabiendas de que era inútil. Se había apropiado del lugar como si fuera suyo y le dejé hacer.

– No te has comprado un delantal como Dios manda, ¿a que no? ‑refunfuñó.

Señalé con la mano uno de color rosa con un dibujo de Mickey Mouse colgado en un perchero próximo a la puerta. Era de Margaux, lo tenía desde los diez años. Él suspiró mientras se las arreglaba para atárselo en torno a su oronda figura. Hice un gran esfuerzo para reprimir las carcajadas.

La vida personal de Emmanuel era un misterio para mí. Tenía un lío más o menos serio con una mujer triste y complicada llamada Monique, madre de dos hijos adolescentes fruto de un matrimonio anterior. No sabía qué veía en ella, la verdad, pero estaba casi seguro de que mi amigo tenía sus rolletes por ahí cuando Monique no andaba cerca, como en ese momento, que continuaba de vacaciones con sus hijos en Normandía. Esos días tenía alguna aventura, y yo lo sabía porque estaba silbando mientras troceaba los aguacates y hacía ostentación de la misma pose de chico malo que solía verle casi todos los años por esa época.

Mi invitado parecía inmune a los efectos del calor a pesar de estar trabajando en la cocina sin cesar; en cambio yo, que estaba sentado y dándole sorbitos a mi copa de vino, notaba la humedad brillante del sudor en las sienes y en el labio superior. Y él seguía ahí, tan fresco.

La ventana abierta de la cocina daba a un patio típicamente parisino, oscuro como boca de lobo incluso en pleno mediodía. Desde allí sólo se veían los cristales sucios del vecino y unos paños de cocina húmedos encima de la repisa. No entraba ni una pizca de aire por ahí. Odiaba París con ese calor. Echaba de menos Malakoff y el fresco jardincillo, la mesa destartalada y la silla debajo del viejo álamo. Emmanuel trajinaba de un lado a otro de la cocina, quejándose por la falta de buenos cuchillos y de un molinillo de pimienta.

Bueno, yo nunca había sido un cocinillas. Astrid se encargaba de eso en nuestra convivencia. Preparaba unos platos deliciosos y originales con los que no dejaba de impresionar a nuestros amigos. «¿Era buena cocinera mi madre?», me pregunté de pronto. No me parecía recordar ningún aroma de comidas ricas en el piso de la avenida Kléber. Nuestro padre contrató a una gobernanta para hacerse cargo de nosotros y de la casa hasta su boda con Régine. Madame Tulard era una mujer delgada con pelos en la barbilla. Nos tuvo varios años a sopa aguada, poco apetitosos platos de coles de Bruselas, filetes de ternera duros como suelas de zapato y un arroz con leche que era un verdadero engrudo.

Y entonces, de pronto, me vinieron a la memoria imágenes de rebanadas de pan integral untadas con queso fundido de cabra. Eso era cosa de nuestra madre. Me acordé de ese olor fuerte a queso fundido, el sabor a harina de trigo, el suave regusto a albahaca y tomillo fresco y el chorrito de aceite de oliva. Recordé que ella me contaba que solía comer queso de cabra cuando era niña, en las Cévennes. Esos quesos redondos tenían un nombre, picadons, pélardons o algo por el estilo.

Emmanuel se interesó por la evolución de Mel. Le expliqué que Valérie me había relevado por un par de días y admití que en realidad ignoraba el verdadero estado de mi hermana, pero que confiaba en la cirujana ‑me gustaba Bénédicte Besson, era una doctora concienzuda y amable‑, y le expliqué con detalle cómo me reconfortó la noche del accidente y también cómo metió en cintura a mi padre.

Luego me interrogó acerca de los chicos mientras presentaba dos platos estupendos de verduras frescas cortadas en rodajas finas, rebanadas de queso gouda, salsa de yogur acida y jamón italiano. Conocía bien su tremendo apetito, y sabía que eso era un mero aperitivo.

Mientras empezábamos a comer, le expliqué que mis hijos iban a venir el próximo fin de semana. Levanté la mirada y le vi masticar a dos carrillos. Era igual que Mélanie, ¿qué sabía él de criar hijos? ¿Qué sabía de los adolescentes? Nada. ¡Qué hombre tan afortunado! Reprimí una sonrisa mordaz. No me imaginaba a Emmanuel como padre por mucho que lo intentase.

Se puso a preparar el salmón en cuanto terminó su plato. Era hábil y diestro. Lo contemplé, maravillado por su maña culinaria, mientras esparcía pepinillo en vinagre al eneldo sobre el pescado. Enseguida me entregó mi parte y la mitad de un limón, y fue entonces cuando le dije:

– Mélanie se salió de la carretera porque acababa de recordar algo acerca de nuestra madre.

Emmanuel alzó la mirada y me observó con perplejidad. Se le había metido un trocito de pepinillo entre los dientes y se lo quitó en silencio.

– Ahora no se acuerda de nada ‑proseguí sin dejar de masticar el pescado.

Él también comía, pero sin quitarme los ojos de encima.

– Pero al final lo recordará; eso lo sabes, ¿no?

– Sí, se acordará, pero de momento no, y yo no logro sacármelo de la cabeza. Esto me está volviendo loco.

No encendí ni un cigarrillo hasta que él hubo terminado de cenar. Emmanuel odiaba el tabaco, y yo lo sabía, pero, después de todo, estaba en mi propia casa.

– ¿Y qué piensas que puede ser?

– Algo que la alteró por completo, lo bastante como para que perdiera el control del coche.

Fumé en silencio mientras él removía los restos de pepinillo.

– Y después he conocido a esa mujer ‑añadí tartamudeando.

Emmanuel levantó una ceja y me miró con el semblante más animado.

– Es tanatopractora.

Soltó una gran risotada.

– ¡Estás de guasa!

Sonreí.

– Y es de lo más sexy.

Se frotó el mentón. Los ojos le centellearon con picardía.

– ¿Y…? ‑me azuzó para que continuase. A Emmanuel le encantaban ese tipo de conversaciones.

– Bueno, se vino derechita a por mí. Es magnífica, sorprendente.

– ¿Rubia?

– No. Morena. Tiene los ojos verdes con un toque dorado y un cuerpazo, además de un gran sentido del humor.

– ¿Dónde vive?

– En Clisson.

– ¿Y eso dónde está?

– En algún lugar cerca de Nantes.

Se echó a reír entre dientes.

– Bueno, chaval, pues deberías volver a visitarla, porque ha hecho un buen trabajo. No te había visto tan lleno de vida desde…

– Desde que Astrid me dejó.

– No, incluso desde antes de eso. No te había visto tan bien desde hacía años.

– ¡Por Angele Rouvatier! ‑brindé mientras alzaba mi vaso de chardonnay.

Entrechocamos las copas con un tintineo.

Pensé en ella en aquel hospital de provincias, en su sonrisa morosa, en el tacto suave de su piel y en el sabor de sus labios. La deseaba con tanta desesperación que estuve a punto de explotar. Emmanuel estaba en lo cierto: no me había sentido igual desde hacía años.

 

El viernes por la tarde salí de la oficina para visitar a mi padre. La ola de calor no había remitido y París era un horno. Diseminados por la ciudad vi derrengados pelotones de turistas. Las ramas de los árboles colgaban mustias, polvorientas y sucias en medio de nubes de humo. Decidí caminar desde la avenida Du Maine hasta la avenida Kléber. No debería tardar más de cuarenta y cinco minutos. Hacía demasiado calor para ir en bicicleta y me apetecía practicar un poco de ejercicio.

Habían llegado buenas noticias desde el hospital. Tanto la doctora Besson como Valérie me habían telefoneado para decirme que Mélanie estaba recobrando fuerzas. (Bueno, también había recibido algunos mensajes de texto de Angele Rouvatier, pero eran más bien de naturaleza erótica, y estaba encantado con ellos. No había borrado ni uno del teléfono).

Giré a la izquierda en cuanto rebasé el complejo de los Inválidos, momento en que sonó el teléfono. Eché un vistazo a la pantalla para ver el número. Era Rabagny. Le contesté al instante, aunque no tardé mucho en desear no haberlo hecho.

No se molestó en saludarme, como de costumbre. Le sacaba un mínimo de quince años, pero jamás había demostrado el menor respeto hacia mí.

– Acabo de estar en la guardería ‑anunció a voz en grito‑ y sólo puedo decir una cosa: me espanta su falta de profesionalidad. Le contraté porque gozaba de una buena reputación y su trabajo había impresionado a algunas personas.

Le dejé divagar un rato. Nada de esto era nuevo. Sucedía prácticamente en todas nuestras conversaciones. Había intentado recordarle a menudo, y siempre con la mayor calma posible, que en Francia era imposible trabajar deprisa durante el mes de agosto, y por tanto también resultaba difícil esperar entregas rápidas.

– Al alcalde no va a gustarle que la guardería no vaya a estar lista para abrirá principios de septiembre, tal y como estaba previsto. ¿Ha pensado en eso? Sé que ha tenido dificultades familiares, pero a veces me pregunto si no estará usando esos problemas como excusa.

Deslicé el teléfono sin colgar en el bolsillo de la chaqueta y apreté el paso, caminando más deprisa conforme me acercaba al Sena.

Había habido una serie de contratiempos desafortunados en la guardería: se había hecho un mal trabajo de ebanistería y el pintor, una persona que no formaba parte de mi equipo, no había usado los colores adecuados. Ninguno de esos traspiés tenía nada que ver conmigo, pero era imposible hacer entrar en razón a Rabagny. El tipo iba a por mí. Yo no le había caído bien desde el principio. Lo sabía simplemente por la forma en que me miraba. Y eso no iba a cambiar. Daba igual lo que yo hiciera o dijera. A veces se me quedaba mirando a los zapatos de un modo mordaz. Me preguntaba cuánto tiempo iba a soportar sus modales, pero el trabajo estaba bien pagado, por encima de lo normal, así que me tocaba aguantar mecha. La cuestión era cómo.

Dejé atrás Place de l'Alma, donde unos turistas desconsolados miraban el túnel donde se estrelló el coche de Lady Di y Dodi al Fayed, y empecé a subir por la avenida Président Wilson, donde apenas había tráfico, pues era un área residencial. Éste era mi vecindario de niño: el plácido, tranquilo y rico distrito 16°. Si admitías ante un parisino que residías ahí, éste pensaba de inmediato: «Dinero». Ese distrito era donde vivían los ricos, y también donde alardeaban de su riqueza. Aquí se unían las familias adineradas de siempre y los nuevos ricos. Ambos grupos cohabitaban con mayor o menor armonía. No echaba de menos esta zona, la verdad. Me alegraba vivir en la orilla izquierda del Sena, en el ruidoso, colorido y moderno Montparnasse, incluso aunque la ventana de mi apartamento diera a un cementerio. Este distrito se vaciaba de forma alarmante durante el verano. Todo el mundo se marchaba a Normandía, Bretaña o la Riviera.

Para llegar antes a la avenida Kléber atajé por la calle Longchamp. Allí me sentí fatal, abrumado por los recuerdos de la infancia. Era como si viera al niño serio y callado que fui con unos pantalones cortos de franela gris y un suéter azul marino. Era como si hubiera algo triste y siniestro en esas calles vacías de gente y llenas de edificios planeados por Haussman. ¿Por qué me costaba tanto respirar siempre que caminaba entre ellos?

Eché una mirada al reloj cuando llegué a la avenida Kléber y descubrí que había llegado demasiado pronto, de modo que prolongué mi paseo y bajé por la calle Des Belles‑Feuilles. No había pisado esas aceras desde hacía años. Lo recordaba como un lugar alegre y animado. Iba mucho por allí de niño, pues era una calle comercial. En sus tiendas podías obtener el pescado más fresco, la carne más jugosa o llevarte la barra de pan recién salida del horno. Clarisse compraba allí todas las mañanas. Bajaba con una cesta de mimbre en el brazo y nos ataba en corto a Mel y a mí. Se nos hacía la boca agua al oler el pollo asado y los cruasanes calientes. Ese día la calle estaba desierta, un McDonald's se alzaba triunfal donde antes había un restaurante de postín y un almacén de ultramarinos había sustituido al cine. La mayoría de los locales donde se vendía comida habían sido reemplazados por tiendas de ropa chic y zapaterías. Los olores apetitosos eran cosa del pasado.

Llegué al final de la calle. Podría dirigirme a la avenida Henri‑Martin, donde estaba la casa de mi abuela, si torcía a la izquierda y continuaba por la calle de la Pompe. Barajé la posibilidad de hacerle una visita en ese momento. El amable y avejentado Gaspard me dejaría entrar y me daría la bienvenida, feliz de ver a monsieur Antoine. Tras pensarlo dos veces, consideré que era mejor dejarlo para otro día y desanduve mis pasos para encaminarme hacia el piso de mi padre.

A mediados de los setenta, ya después de la muerte de nuestra madre, levantaron la Galerie Saint‑Didier un poco más allá. Era un triángulo grande y feo que se comía parte de los estupendos palacetes de la zona y a su estela habían crecido como setas centros comerciales y supermercados. Al pasar junto al edificio vi que no había envejecido bien.

El pitido del móvil me avisó de que alguien había dejado dos mensajes en el buzón de voz. Aceleré el paso y no los escuché. Eran de Rabagny, estaba seguro.

 

Mi madrastra abrió la puerta y me plantó un beso en la mejilla. Régine lucía un moreno bastante intenso que la hacía parecer mayor y más ajada de lo que estaba en realidad. Exudaba ese aroma característico a Chanel n° 5 y vestía uno de esos conjuntos de André Courrèges con aire retro, como era habitual en ella. Se interesó por el estado de salud de Mel y le fui desgranando detalles mientras la seguía hacia el cuarto de estar. Nunca me había gustado acudir de visita, era como viajar atrás en el tiempo, volver a un lugar donde fui desdichado. Mi cuerpo lo recordaba también y rechinaba, quejosa, hasta la última fibra de mi ser. El apartamento adolecía del mismo problema que la Galerie Saint‑Didier: había envejecido mal. Su osada modernidad había desaparecido y ahora estaba pasado de moda hasta decir basta. Tanto la decoración gris y granate del interior como la suave alfombra habían perdido brillo y textura. Todo parecía destartalado y con manchas.

Mi padre llegó arrastrando los pies. Me quedé a cuadros al apreciar su apariencia consumida, y eso pese a haberle visto la semana anterior. Parecía exhausto, tenía los labios descoloridos y su piel había adquirido una extraña tonalidad amarillenta. Apenas podía creer que ése hubiera sido el formidable abogado ante quien sus adversarios se encogían cuando entraba en los tribunales.

El tristemente célebre caso Vallombreux cimentó el prestigio de mi padre como brillante abogado a principios de los setenta. Edgar Vallombreux, un influyente asesor político, fue hallado medio muerto en su casa de campo cerca de Burdeos. Tenía toda la pinta de ser un suicidio provocado por los malos resultados electorales de su partido. Quedó paralizado e incapaz de hablar, sumido en una depresión tan grave que fue necesario internarle en un hospital para el resto de sus días. Sin embargo, Marguerite, su esposa, jamás aceptó la hipótesis del suicidio. A su modo de ver, estaba claro que le habían agredido porque no estaba dispuesto a facilitar ciertos datos fiscales comprometedores de un par de ministros muy bien situados.

Todavía recuerdo cuando Le Fígaro dedicó una página entera a François Rey, el joven e insolente abogado que se había atrevido a plantarle cara al ministro de Economía sin reparo alguno y, tras varias semanas de juicio palpitante que había hecho contener la respiración a todo el país, había demostrado que Vallombreux había sido la víctima de un importante escándalo financiero. Las repercusiones fueron inmediatas y rodaron varias cabezas. Cuando era adolescente solían preguntarme si yo tenía alguna relación con el «legendario letrado». En ocasiones lo negaba, avergonzado o confundido. Mélanie y yo estábamos apartados de su vida profesional y rara vez le veíamos en acción ante los tribunales. Simplemente sabíamos que era temido y respetado.

Mi padre me dio unas palmadas en el hombro, me precedió hasta el mueble‑bar y me sirvió con mano temblorosa un whisky, bebida que no me gustaba nada, pero preferí no recordárselo, de modo que simulé darle un sorbo. Él se sentó con un gemido y se frotó las rótulas. No estaba muy contento de haberse jubilado, pero otros abogados más jóvenes le pisaban los talones y ya no formaba parte del panorama judicial. Me pregunté a qué dedicaría todo el día. ¿Leía? ¿Salía con los amigos? ¿Hablaba con su mujer? No sabía nada sobre la vida de mi padre y él lo ignoraba todo de la mía. También ignoraba lo que pensaba, lo que sabía, lo que censuraba.

Joséphine hizo acto de presencia en la estancia farfullando por el móvil que sostenía entre el hombro y la cabeza ladeada. Me dedicó una sonrisa y me entregó algo. Lancé una mirada furtiva para ver un billete de 500 euros doblado. Me guiñó un ojo y me hizo algo parecido a un gesto que indicaba que más adelante me devolvería el resto.

François me habló de un problema de cañerías en la casa de campo, pero no le escuché. Miré a mi alrededor e intenté rememorar cómo era todo aquello cuando aún vivía mi madre. Había macetas en los balcones, el suelo de madera refulgía con un brillo castaño, había una librería en una esquina, una cretona cubría el sofá y también una mesa de despacho donde ella solía sentarse a escribir a la luz de la mañana. Me pregunté adonde fue a parar todo eso, los libros, las fotografías, las cartas, y también qué escribiría. Me asaltó el deseo de preguntárselo a mi padre, pero no lo hice. Sabía que no podía. Ahora se estaba quejando del nuevo jardinero contratado por Régine.

Nadie mencionaba a mi madre, y menos aún aquí, donde ella murió. Sacaron el cuerpo por la puerta de la entrada y lo bajaron por las escaleras alfombradas en rojo, sí, pero ¿dónde murió exactamente? Nunca me lo dijeron. ¿En su habitación, situada junto a la entrada? ¿Aquí mismo? ¿En la cocina, al final de un pasillo interminable? ¿Cómo sucedió? ¿Quién estaba en la casa? ¿Quién la encontró?

Había recopilado información en Internet sobre la naturaleza de un aneurisma. Le sucedía a gente de cualquier edad, y era como caer fulminado por un rayo. Así porque sí.

Mi madre había fallecido hacía treinta y cinco años en este mismo apartamento donde yo estaba sentado en esos instantes. No me acordaba de cuándo fue la última vez que la besé, y me dolía mucho no ser capaz de recordarlo.

– ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho, Antoine? ‑inquirió mi padre con sarcasmo.

 

Mis hijos ya habían llegado a casa cuando crucé el umbral. Lo supe antes de entrar, claro, pues mientras subía las escaleras escuchaba el barullo que hacían: música a todo volumen, pasos, gritos. Lucas estaba viendo la tele con los zapatos sucios plantados encima del sofá. Se apresuró a darme la bienvenida en cuanto me vio. Margaux se asomó a la puerta. Aún no había logrado acostumbrarme a ese pelo naranja, pero no le dije nada.

– Eh, papá ‑saludó, arrastrando las sílabas.

Detecté un movimiento detrás de ella y enseguida asomó por encima de su hombro Pauline, la mejor amiga de mi hija desde que eran niñas, sólo que ahora la criatura parecía tener veinte años. Hacía nada era una mocosa escuálida y ahora resultaba imposible no apreciar sus senos colmados y sus caderas femeninas. No la abracé como cuando era pequeña, de hecho ni siquiera la besé en la mejilla. Procurábamos mantenernos a una distancia cortés el uno del otro.

– ¿Puede quedarse a dormir Pauline?

Se me cayó el alma a los pies, sabedor de que no iba a ver a mi hija, salvo en la cena, si su amiga se quedaba a pasar la noche. Se meterían las dos en el cuarto de Margaux para reírse como dos bobas y cuchichear toda la noche, y yo ya no disfrutaría ni un segundo de ese tiempo que podía dedicarle a mi hija.

– Claro ‑acepté con poco entusiasmo‑. ¿Están de acuerdo tus padres?

Pauline se encogió de hombros.

– Fijo, sin problemas.

La joven se había desarrollado todavía más durante el verano, si eso era posible, y le sacaba unos centímetros a Margaux. Llevaba una falda vaquera corta y una ceñida camiseta púrpura. ¿Catorce años? Nadie que la contemplase iba a echarle esa edad. Probablemente ya tenía la regla. Margaux no, lo sabía porque me lo había dicho su madre no hacía mucho tiempo.

Era consciente de que con ese cuerpazo Pauline atraería a toda clase de hombres: chicos del colegio y de más edad, incluso de la mía. ¿Cómo llevarían ese tema sus padres? ¿Qué le dirían? ¿Qué sabía ella en realidad? Tal vez tuviera un novio habitual y ya mantuviera relaciones sexuales, era posible incluso que tomase la píldora. ¡Y tenía sólo catorce años!

Arno entró tan tranquilo como Pedro por su casa y me dio una palmada en la espalda, pero en ese momento sonó el móvil, lo abrió y contestó:

– Dame un segundo.

Desapareció en un pispás. Lucas se concentró en el programa de la tele y las chicas se escabulleron. En suma, me quedé solo en la entrada de mi casa, sintiéndome un idiota.

Los tablones de madera crujieron bajo mis pies cuando entré en la cocina para hacerles la cena. No me quedaba otra alternativa. Me puse a preparar una ensalada de pasta con mozzarella, tomates cherry, albahaca fresca y taquitos de jamón. Pensé en lo vacía que estaba mi vida mientras cortaba el queso y estuve a punto de echarme a reír. De hecho no me contuve. Más tarde, cuando tuve preparada la cena, pasaron siglos antes de que consiguiera que vinieran a sentarse a la mesa. Todos tenían cosas mejores que hacer.

– Ni iPod ni consolas Nintendo ni móviles mientras cenáis, por favor ‑exigí con voz firme mientras depositaba la comida sobre la mesa.

Una ola de suspiros y encogimientos de hombros acogió mis órdenes y a continuación reinó un silencio roto tan sólo por sorbidos y los ruidos propios del masticar. Formábamos un pequeño grupo y lo contemplé con perspectiva. Éste era mi primer verano sin Astrid y, sí, odiaba todos y cada uno de sus minutos.

La noche se extendía ante mí como una pradera llena de trampas. Las niñas se encerraron en la habitación de Margaux. Lucas reanudó su existencia dentro de la Nintendo y Arno se quedó absorto en su ordenador conectado a Internet. ¡En mala hora se me ocurrió instalar una zona wifi y regalarles un ordenador a cada uno! Cada mochuelo vivía en su propia rama y yo apenas estaba con ellos. Ya nadie quería ver la televisión en familia. Internet había acabado con esa costumbre, sin estridencias pero de forma implacable.

Me dejé caer sobre el sofá, encendí el DVD y me tragué una peli de acción protagonizada por Bruce Willis. Pulsé el botón de pausa a mitad del filme para telefonear a Valérie y Mélanie, y aproveché para enviar un SMS a Angele sobre nuestro próximo reencuentro. La noche continuó. Agucé el oído y escuché unas risitas sofocadas en el cuarto de Margaux, un continuo pin‑pon en la habitación de Lucas y el golpeteo chabacano de los cascos en la de Arno. El calor se apoderó de mí y me quedé frito.

Eran casi las dos de la mañana cuando abrí los ojos y, bastante grogui, conseguí levantarme y andar por la casa a trompicones. Lucas se había quedado sopa con la mejilla apoyada en la Nintendo. Le llevé con suavidad a la cama, haciendo todo lo posible para no despertarlo. Decidí no llamar a la puerta de Arno. Después de todo seguía de vacaciones y en ese momento no tenía cuerpo para otro altercado por recordarle la conveniencia de estar dormido a cierta hora, pues ya era muy tarde. Me dirigía hacia la habitación de mi hija cuando se me metió en la nariz un inconfundible tufo a tabaco. Hice una pausa al poner la mano en el pomo de la puerta. Sonaron nuevas risillas sofocadas, que cesaron cuando llamé con los nudillos. Margaux abrió, dejando ver una habitación llena de humo.

– ¿Estáis fumando aquí, chicas? ‑pregunté con voz sofocada, como si estuviera pidiendo perdón. Sentí una enorme vergüenza al oírme.

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