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Boomerang 6 page





Régine nos crió en la más estricta y severa tradición burguesa francesa. Bonjour madame. Au revoir, monsieur. Modales impecables, notazas en el colegio, misa todos los domingos por la mañana en Saint‑Pierre de Chaillot, las emociones bien sujetas, porque «a los niños se les ve pero no se les oye», y nunca se hablaba de política, sexo, religión, dinero ni amor. El nombre de nuestra madre tampoco podía pronunciarse. Pronto aprendimos que convenía no mencionarla, ni a ella ni su fallecimiento ni cualquier otra cosa concerniente a nuestra madre, fuera cual fuera.

Nuestra hermanastra Joséphine nació en 1982 y se convirtió en la favorita de nuestro padre. Se llevaba quince años con Mélanie y dieciocho conmigo, que, por aquel entonces, compartía con un par de amigos un cuchitril en la más proletaria y bohemia orilla izquierda y estudiaba Ciencias Políticas en la facultad de la calle Saint‑Guillaume.

Yo ya me había ido de casa por aquel entonces, si es que alguna vez pudo llamarse hogar al piso de la avenida Kléber tras la muerte de Clarisse.

 

A la mañana siguiente me desperté completamente agarrotado. Jamás había dormido sobre una superficie tan incómoda como el lecho desnivelado de aquella cama de hospital, si es que mi sueño desasosegado merecía ser considerado como dormir. El estado de mi hermana monopolizaba toda mi mente. ¿Se encontraría bien? ¿Saldría adelante? Recorrí la habitación con la mirada y detuve el examen en mi maleta y el portátil, guardado dentro de la funda. Habían salido indemnes del accidente. No habían recibido ni el más minúsculo rasguño. Había encendido el ordenador antes de irme a dormir la noche anterior e iba suave como la seda. ¿Cómo era posible? Había visto en qué estado había quedado el vehículo, siniestro total, y sabía en qué estado había quedado el interior de la cabina, y aun así, a pesar de haber sido reducido a chatarra sin otro posible destino que el desguace, mi maleta, mi portátil y yo mismo estábamos bien.

Esa mañana acudió otra enfermera, más rellenita y con hoyuelos en la cara.

– Ya puede ver a su hermana ‑me informó con una sonrisa.

La seguí a través de un par de corredores por donde gente medio dormida andaba arrastrando los pies y luego subí un tramo de escaleras antes de entrar en la habitación en la que Mélanie yacía en una cama sofisticada, con todo tipo de artilugios y cacharros a su alrededor. Tenía escayolado el torso entero, de la cintura a los hombros. Su cuello largo y fino asomaba entre el yeso como el de una jirafa, y la hacía parecer más alta y flaca de lo que era en realidad.

Se hallaba consciente, pero una sombra le nublaba el verde de los ojos, y estaba pálida, muy pálida, jamás la había visto tan blanca. Parecía distinta, y yo no acertaba a adivinar el cómo ni el porqué de esa transformación.

– Tonio… ‑jadeó.

Quería ser fuerte e infundirle entereza, pero se me llenaron los ojos de lágrimas nada más verla. No me atreví a tocarla, no fuera a romperle algo y hacerle daño. Me senté en el asiento situado junto a la cama. Me notaba de lo más torpe al realizar cualquier movimiento.

– ¿Estás bien? ‑inquirió, articulando mucho para que pudiera leerle los labios.

– Estoy bien, ¿y tú? ‑le pregunté, también en voz muy baja.

– No puedo moverme y esta cosa raspa que no veas.

Por un fugaz momento me pregunté si la doctora Besson me habría dicho toda la verdad, si ella se encontraba bien realmente y si estaría en condiciones de moverse algún día.

– ¿Te duele algo? ‑quise saber.

Mel negó con la cabeza.

– Me siento rara, como si ya no supiera quién soy ‑contestó con voz débil y hablando despacio.

Le tomé la mano y se la acaricié.

– ¿Dónde estamos, Antoine?

– En una localidad llamada Le Loroux‑Bottereau. Tuvimos un accidente de tráfico poco después de rebasar Nantes.

– ¿Un accidente?

Opté por no recordarle los detalles, no por el momento, y le aseguré que yo tampoco me acordaba demasiado bien. Eso pareció tranquilizarla y me apretó la mano.

Entonces se lo solté a bocajarro:

– Él viene hacia aquí.

Mel supo a quién me refería. Suspiró, ladeó la cabeza y parpadeó hasta que sus pestañas se quedaron en reposo sobre la tez pálida. Me sentí su ángel guardián mientras la miraba. No había visto dormir a una mujer desde mi divorcio. Solía observar a Astrid durante horas. Jamás me cansaba de contemplar su rostro sereno, el temblor de sus labios, el madreperla de los párpados y la suave cumbre de su pecho. Al dormitar, parecía frágil y joven, de la misma edad que tenía ahora Margaux. No la había visto dormida desde nuestro último verano como marido y mujer, y de eso ya hacía un año.

Astrid y yo habíamos alquilado una casita blanca en la isla griega de Naxos el año en que se fue al traste nuestro matrimonio. Habíamos decidido separarnos en junio, o más bien debería decir que Astrid había resuelto dejarme por Serge, pero era imposible cancelar el alquiler y canjear los billetes del avión y el ferry en tan breve lapso de tiempo, así que seguimos adelante con el calvario de pasar un último verano como pareja oficialmente casada. Todavía no les habíamos dicho nada a los niños e intentábamos comportarnos en su presencia como padres normales en el día a día. Terminamos actuando con un entusiasmo tan falso que los chavales empezaron a sospechar que algo se cocía. Astrid pasó la mayor parte del tiempo en la terraza del tejado, leyendo desnuda al sol. Adquirió un moreno atezado que me puso enfermo, pues sabía que sería Serge y no yo quien recorriera esa piel con unas manos grandes como jamones.

Soportar esas tres semanas agotadoras fue como meterme un tiro entre las cejas. Me sentaba en la terraza inferior, desde donde se dominaban las playas de Plaka y de Orkos, y encendía un cigarro tras otro mientras le daba buenos tientos a la botella de ouzo tibio, un característico licor dulce. Las vistas eran magníficas y yo las admiraba a través del velo de la embriaguez y el profundo malestar. El cobrizo contorno redondeado de la isla de Paros parecía un borrón lejano en las aguas centelleantes de color azul ultramar salpicado por manchas de espuma que coronaban las olas levantadas por la fuerte brisa. Cuando estaba demasiado desesperado, beodo o las dos cosas, bajaba por los escalones de un camino polvoriento hasta llegar a la cala y me dejaba caer al agua. Una vez me picó una medusa, pero estaba tan ebrio que apenas lo noté. Más tarde, cuando Arno señaló con el dedo la zona afectada, bajé la mirada y descubrí un feo verdugón cárdeno, como si alguien me hubiera golpeado en el pecho con una fusta.

El verano fue un infierno. Para empeorar mi desasosiego interior, se añadió el hecho de que la serenidad del lugar se veía rota todas las mañanas a primera hora por el chirriante sonido de los bulldozer y los taladros procedente de una obra en lo alto de la colina, donde un italiano megalómano se estaba haciendo un chalé sacado de un filme de James Bond. Camiones cargados con la tierra de las excavaciones no paraban de subir y bajar pesadamente por la senda situada a la derecha de nuestra casa. Yo no les hacía caso y me despatarraba en la terraza a pesar de las nubes de polvo que me caían sobre la cara. Los conductores eran de lo más amistoso y me saludaban cada vez que pasaban. Todo temblaba a su paso, con aquellos enormes motores a un par de metros de mi desayuno sin probar.

Y lo mejor de todo: el depósito del agua era escaso, la electricidad fallaba una noche sí y otra también, los mosquitos estaban sedientos de sangre y Arno rompió el sofisticado lavabo mural hecho de mármol nada más sentarse en él. Encima, todas las noches debía acostarme junto a mi futura ex mujer, verla dormir y llorar en silencio.

– Ya no te quiero del mismo modo que antes, Antoine, es sólo eso ‑había repetido una y otra vez con la paciencia que muestra una madre con un niño desobediente, y me estrechaba entre sus brazos de un modo puramente maternal mientras yo me estremecía de deseo al sentir el tacto de su piel.

¿Cómo era posible? ¿Cómo podían suceder semejantes cosas? ¿Cómo lograba sobreponerse un hombre a algo así?

Yo había presentado a Mélanie y Astrid hacía dieciocho años. Resultó que ésta trabajaba como editora júnior para una editorial de la competencia. Se hicieron amigas enseguida. No había olvidado el interesante contraste existente entre ambas: la menuda y delicada morena Mel junto a Astrid, la rubia de ojos azules. Bibi, la madre de Astrid, era una sueca procedente de Uppsala. Tenía una naturaleza tranquila e inclinación artística, y era más rara que un perro verde, pero, eso sí, encantadora. El padre de Astrid, Jean‑Luc, era un nutricionista de renombre, uno de esos tipos fibrosos y bronceados tan en forma que te hacían sentirte un negligente lleno de colesterol. Estaba obsesionado con la evacuación intestinal regular y echaba salvado en todo lo que cocinaba Bibi.

Tanto pensar en Astrid despertó en mí el deseo de telefonearla para contarle lo sucedido. Abandoné la habitación de puntillas y la llamé. El teléfono sonó sin cesar, pero no contestó nadie. Estaba tan paranoico que llegué a pensar que tal vez debería haberla llamado desde un número oculto o desconocido a fin de que no se viera el número de mi móvil en la pantalla y evitar así que supiera que era yo. Le dejé un breve mensaje en el contestador. Eran las nueve en punto. Lo más probable era que en ese momento estuviera en el coche, en nuestro viejo Audi. Me sabía su horario al dedillo. A esa hora ya habría dejado a Lucas en el colegio y a Arno y Margaux en Port Royal, donde se hallaba el liceo, y estaría luchando a brazo partido con el atasco matinal para llegar al barrio de Saint‑Germain‑des‑Prés, a su oficina de la calle Bonaparte, justo enfrente de la iglesia de Saint‑Sulpice. Aprovechaba los semáforos en rojo para maquillarse y los hombres de los vehículos contiguos la miraban y pensaban que era muy guapa. Ahora que caía, estaba de vacaciones. Con él. Probablemente, ese fin de semana habrían ido a la Dordoña con los niños.

Cuando regresé a la habitación de Mélanie me encontré a un viejo tripudo delante de la puerta. Necesité un par de segundos para identificarle.

Me estrechó entre sus brazos de forma brusca. Esos repentinos abrazos de mi padre siempre me pillaban por sorpresa. Yo jamás daba a mis hijos semejantes apretujones. Arno se encontraba en esa edad en el que reventaban esas muestras de cariño, así que siempre actuaba con suavidad cuando le abrazaba.

Mi padre retrocedió un paso, entornó los ojos y alzó la vista hacia mí. Los ojos saltones estaban hundidos, los llenos labios rojos eran más finos, las manos cubiertas por una telaraña de venillas parecían frágiles y tenía los hombros hundidos. Sí, mi padre era un anciano, un hecho de lo más sorprendente. ¿Envejecemos también los hijos a ojos de nuestros progenitores? Mélanie y yo ya no éramos jóvenes, pero seguíamos siendo «sus niños». Eso me hizo recordar una ocasión en la que Mel y yo nos encontramos con Janine, una dama amiga de nuestro padre que iba bien abrigada y arropada.

– Qué extraño resulta ver cómo llegan a cuarentones los hijos de tus amigos ‑observó ella.

– Aún lo es más ver cómo las amigas de tus padres se convierten en ancianas ‑replicó mi hermana, sonriendo con calma.

Quizá mi padre tuviera un aspecto decrépito, pero no había perdido un ápice de su temple.

– ¿Dónde demonios está el médico? ‑gruñó‑. ¿Qué rayos pasa aquí? Este hospitalucho no sirve para nada.

Permanecí en silencio. Estaba acostumbrado a sus salidas de tono y ya no me impresionaban. Una joven enfermera acudió correteando como un conejo atemorizado.

– ¿Has visto a Mel? ‑le pregunté.

Se encogió de hombros antes de refunfuñar:

– Está dormida.

– Se va a recuperar.

Él me fulminó con la mirada, fuera de sus casillas.

– Voy a trasladarla a París. No tiene sentido mantenerla aquí. Necesita los mejores médicos.

Pensé en la paciencia acumulada en los ojos color avellana de Bénédicte Besson, en las manchas de sangre de su uniforme y en sus esfuerzos denodados para salvar a mi hermana la noche anterior. Mi padre se dejó caer pesadamente en una butaca cercana y me miró a la espera de una reacción o una respuesta. No le di ninguna de las dos cosas.

– Vuelve a contarme lo ocurrido ‑me pidió.

Le repetí la historia.

– ¿Había bebido algo?

– No.

– ¿Cómo puede haberse salido de la carretera?

– Pues eso fue lo que sucedió.

– ¿Dónde está tu coche?

– Prácticamente es siniestro total.

De pronto, me miró lleno de dudas.

– ¿A santo de qué fuisteis a Noirmoutier?

– Era una sorpresa por el cumpleaños de Mel.

– Una sorpresa… ‑murmuró.

La rabia creció en mi interior. Me maravilló que lograra sacarme de quicio, pero lo cierto era que aún lo conseguía y yo se lo permitía.

– Le encantó ‑insistí con vehemencia‑. Pasamos tres días maravillosos, fue…

Enmudecí en seco al caer en la cuenta de que parecía un niño enfadado, tal y como él deseaba. Frunció los labios como sólo hacía cuando algo le divertía. Me pregunté si Mélanie no se estaría haciendo la dormida. No sabía cómo, pero tenía la certeza de que ella estaba escuchando hasta la última palabra desde detrás de la puerta cerrada.

Nuestro padre no siempre fue así. Se encerró en sí mismo tras la muerte de Clarisse, se volvió duro y amargado, y empezó a andar siempre con prisas. Resultaba difícil recordar al padre real, al feliz, al que sonreía y se carcajeaba, el que nos arreglaba el pelo y nos hacía crepés el domingo por la mañana, el que sacaba tiempo para nosotros aunque llegara tarde y estuviera ocupado. Jugaba con nosotros, nos llevaba al Bois de Boulogne o nos llevaba en coche a Versalles para pasear por el parque y hacer volar la cometa de Mélanie.

Él jamás nos mostró amor alguno. Ya no. No lo había hecho desde 1974.

– Nunca me ha gustado mucho Noirmoutier‑observó.

– ¿Por qué no?

Alzó las cejas pobladas.

– Pero a Robert y a Blanche les encantaba, ¿no?

– Sí, a ellos les gustaba y estuvieron a punto de comprar allí una casa. ¿Te acuerdas?

– Sí ‑contesté‑, una de postigos rojos situada cerca del hotel, en el bosque.

– La propiedad de Les Bruyéres.

– ¿Y por qué no lo hicieron?

Él se encogió de hombros, pero eludió de nuevo darme una respuesta. Nunca se había llevado demasiado bien con sus padres, lo sé. A mi abuelo Robert le sentaba como un tiro que se le llevara la contraria y aunque Blanche manifestaba una actitud más suave, no era muy maternal. Y jamás tuvo buena relación con su hermana Solange.

¿Fue mi padre un tipo tan duro porque los suyos le mostraron cualquier cosa menos amor? ¿Era yo un padre tan blando porque temía cortarle las alas a Arno, como mi progenitor había hecho conmigo? En el transcurso de una bronca por culpa de Arno, Astrid se quejó de que era «demasiado blando» y me pasaba usando con él «la mano izquierda». De hecho, había asumido que no me importaba ser tildado de blando, ya que no había forma humana de que yo emplease con mi hijo la misma dureza con que me trató Frangís.

– ¿Cómo está el inútil de tu hijo? ‑me preguntó mi padre. Nunca se interesaba por Margaux ni por Lucas. Por algún motivo, siempre elegía hablar del mayor.

– Muy bien. Ahora está con Astrid.

Lamenté haber pronunciado el nombre de mi ex. Iba a lanzarse al ataque de un momento a otro, lo sabía, e iba a soltarme un monólogo interminable sobre cómo había tolerado que me dejase por otro hombre y había aceptado el divorcio. ¿Acaso no sabía lo que eso iba a suponer para mí y para los niños? ¿No tenía orgullo ni pelotas? Había que tener huevos. Para mi padre todo se reducía a tenerlos bien puestos. Me abracé mientras él se ponía a despotricar a toda máquina, pero entonces apareció la doctora con paso apresurado. La mandíbula de François sobresalió aún más.

– Explíqueme exactamente cuál es la situación, mademoiselle. Ya.

– Sí, monsieur ‑replicó ella con gesto serio.

Mis ojos y los de la doctora se encontraron mientras él se volvía para abrir la puerta del cuarto de Mélanie, y, para mi sorpresa, me guiñó un ojo.

Así pues, mi progenitor era visto como ese anciano que a veces le saca a uno de quicio. Ya no era el imponente abogado de lengua viperina. En cierto modo, eso me entristecía.

– Me temo que su hija no puede ser trasladada en este momento ‑le explicó Besson de forma paciente. Apenas había un brillo leve de irritación en su mirada.

Mi padre estalló.

– Ella debe estar en las manos más cualificadas, en París, con los mejores médicos. No puede quedarse aquí. ‑Bénédicte Besson apenas se inmutó, pero la fuerza con que frunció los labios me permitió descubrir cuánto le dolía ese golpe bajo. Sin embargo, no dijo nada‑. Debo hablar con su superior, con quien dirija este sitio.

– No hay superior ‑contestó la doctora Besson con aplomo.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Éste es mi hospital. Yo estoy al cargo. Soy la responsable del mismo y de todos los pacientes ingresados.

Besson habló con tal calma y autoridad que mi padre al fin cerró el pico.

Mélanie abrió los ojos y nuestro padre le cogió la mano y la sostuvo como si le fuera la vida en ello, como si no fuera a tocarla nunca más. Se inclinó sobre ella hasta que tuvo medio cuerpo por encima de la cama. Me conmovió el modo en que aferraba la mano de Mel. Se había dado cuenta de que había estado a punto de perder a su hija, a su pequeña Mélabelle, el mote cariñoso que no usaba desde hacía muchos años. Se enjugó las lágrimas de los ojos con el pañuelo de algodón que siempre llevaba en el bolsillo. No parecía capaz de articular palabra alguna, y sólo pudo sentarse y respirar entrecortadamente.

Semejante despliegue de emotividad perturbó a Mélanie. Ésta me miraba a mí para no ver el rostro desgastado y lloroso de François. Nuestro padre no había mostrado hacia nosotros otros sentimientos que no fueran descontento o rabia. Ése era el regreso inesperado del padre atento y cariñoso que había sido antes de que muriese nuestra madre.

Permanecimos en silencio durante un rato. La doctora se marchó, cerrando la puerta tras de sí. François aferró la mano de Mel de un modo que me recordó todas las veces que había estado en Urgencias con mis chavales: cuando Lucas se cayó de la bici y se abrió una brecha en la frente; cuando Margaux rodó por las escaleras y se partió la tibia; cuando a Arno le subió la fiebre como no había visto otra igual. Eran momentos de pánico y apuro. Astrid se ponía blanca como la pared y se aferraba a mí mientras esperábamos fuera con las manos entrelazadas.

Miré a mi padre, consciente de que por una vez, y en silencio, estaba compartiendo algo con él, aunque él no se diera cuenta de ello, aunque no lo supiera. Compartíamos ese abismo de miedo que sólo es posible experimentar cuando un padre sufre por su hijo.

Centré mis pensamientos en esa habitación de hospital y en la razón de que estuviésemos en ella. ¿Qué pretendía decirme Mel antes del accidente? Había recordado algo durante nuestra última noche en el hotel Saint‑Pierre y le había estado dando vueltas todo el día. ¿De qué podía haberse acordado? Repasé mentalmente los hitos de nuestra estancia, durante la cual habíamos rememorado tantas cosas. ¿Qué recuerdo podría ser éste? ¿Por qué le había dado vueltas todo el día? ¿Era ésa la razón por la cual había estado tan extraña desde el desayuno, como si estuviera en Babia? Le había preguntado si todo iba bien mientras estábamos sentados frente al Gois y ella había contestado con un encogimiento de hombros. Había farfullado que no había dormido bien y me acordaba perfectamente de cómo estuvo con la mente puesta en otra parte toda la mañana. Ese extraño estado de ánimo sólo había empezado a remitir cuando nos subimos al coche por la tarde para volver a París.

En medio de una gran escandalera entró una enfermera con un carrito por delante. Nos anunció que era la hora de comprobar la tensión de Mélanie y asegurarse de que estaban bien los puntos antes de pedirnos a mi padre y a mí que saliéramos de allí. «¿Puntos?», me pregunté extrañado. Entonces caí en la cuenta de que la habrían operado el bazo. François y yo esperamos fuera del cuarto. Él parecía haber recobrado la compostura, pero aún tenía roja la nariz. Me devané los sesos en busca de algo que decir, pero no se me ocurría nada. En mi fuero interno me reí de la situación: padre e hijo reunidos en torno al lecho de una hermana malherida eran incapaces de mantener una conversación.

Por suerte, el móvil empezó a vibrar en el bolsillo de atrás. Me apresuré a salir del edificio antes de contestar. Era Astrid. Hablaba con voz llorosa. La puse al corriente de que creía que Mel iba a recuperarse y admití que habíamos tenido el santo de cara. Noté un gozo interior cuando me preguntó si quería que trajese a los niños. ¿No significaba eso que a ella aún le importaba y que, en cierto modo, todavía me quería? Amo tomó el auricular antes de que yo tuviera tiempo de contestar á su madre. También estaba alterado. Sabía cuánto apreciaba a mi hermana. Cuando era pequeño, ella solía llevárselo por los jardines Luxemburgo y lo hacía pasar por hijo suyo. A él le encantaba, como a ella. Le expliqué que Mel iba a quedarse en el hospital por un tiempo, pues estaba escayolada de la cintura al cuello, y él me replicó que quería venir a verla, pues Astrid iba a traerlos. Me entraron ganas de ponerme a bailar y cantar ante la perspectiva de volver a ver reunida a mi familia como en los buenos viejos tiempos en vez de intercambiar a los niños en las escaleras mientras cruzábamos pullitas del estilo de «Esta vez no te olvides el jarabe para la tos» o «Te acordarás de firmar el boletín de las notas, ¿verdad?». Astrid se puso otra vez al teléfono y me pidió la dirección exacta, así como indicaciones para llegar. Le contesté con mi voz más serena y tranquila. A continuación se puso Margaux.

– Dile a Mel que la queremos y que vamos para allá, papá ‑me dijo con voz susurrante y femenina, y antes de que pudiera dirigirle la palabra me pasó con el número tres, Lucas.

«Vamos para allá», me había dicho.

Encendí un pitillo y me lo fumé con calma, saboreándolo. No soportaba la idea de volver allí dentro y tener que hablar con mi padre, así que al final me fumé otro y lo disfruté todavía más. Venían de camino. «¿Con o sin Serge?», me pregunté.

A mi regreso, me encontré a nuestra hermanastra Joséphine apoyada contra la pared. Debía de haber venido con nuestro padre. Me sorprendía verla allí, la verdad, pues ella y Mel no eran muy amigas. Tampoco ella y yo. De hecho, no la veía desde hacía meses. Probablemente, desde la última Navidad en el piso de la avenida Kléber. Bajamos a la cafetería vacía situada en la planta de la calle. Mélanie parecía descansar y François se hallaba en el coche hablando por teléfono.

Joséphine vestía una camiseta color caqui, calzaba unas All Star y llevaba unos téjanos claros y desteñidos a la moda: por debajo de las caderas. Tenía el pelo corto como el de un chico. Había heredado la boca pequeña y la piel cetrina de Régine, y los ojos castaños de nuestro padre.

Encendimos un cigarrillo. Probablemente, sólo teníamos en común el tabaco.

– ¿Se puede fumar en este sitio? ‑me preguntó con un hilo de voz mientras se inclinaba hacia mí.

– No hay nadie por aquí ‑repliqué, encogiéndome de hombros.

– ¿Qué hacíais Mel y tú en Noirmoutier? ‑me preguntó tras inhalar profundamente.

Eso era algo que me gustaba de ella: no se andaba con rodeos, iba siempre al grano.

– Era una sorpresa para el cumpleaños de Mel.

Ella asintió y dio un sorbo a su café.

– Solíais ir allí de crios, ¿verdad? Con vuestra madre.

Hizo la observación de un modo que me indujo a estudiarla con detenimiento.

– Sí. Nuestra madre, nuestro padre y los abuelos.

– Nunca hablas de tu madre ‑observó. La jovencita tenía veinticinco años y no se chupaba el dedo. Era un poco presumida, pero a mí esa pinta de pilluela no me parecía nada del otro jueves. El hecho de que ella y yo tuviéramos en común la sangre de nuestro padre no me había hecho sentirme inclinado a mostrar ningún amor fraternal hacia ella‑. De hecho ‑continuó‑, tú y yo no hablamos mucho de nada.

– ¿Y eso te sorprende?

El cigarro pendió de sus labios de una forma hombruna mientras ella hacía girar los anillos de los dedos.

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